Les supliqué con todo lo que me quedaba de fuerza. Me arrodillé en el suelo de la cocina, agarrando las piernas de mi abuelo.
"Por favor, abuelito, no la escuches. Es una trampa. Todo cambiará si la escuchas. Vámonos, por favor."
Mi abuela se agachó y me levantó suavemente. Acarició mi cara llena de lágrimas.
"Tranquila, mi amor. No te va a pasar nada. Tenemos que escuchar para entender, para poder ayudarte mejor. No tengas miedo, estamos aquí."
Sus palabras, llenas de una lógica amorosa y equivocada, fueron mi sentencia. Creyeron que saber la verdad les daría el poder para protegerme. No entendían que el secreto era el veneno.
Mi abuelo asintió, su rostro severo. "Habla, María. ¿Cuál es ese gran secreto que te hace actuar como una loca?"
Mi madre los llevó a la pequeña sala. Yo me quedé en el umbral, paralizada, viendo cómo mi última esperanza se preparaba para morir. Mi madre se inclinó y les habló al oído. Primero a mi abuelo, luego a mi abuela.
No pude oír nada. Solo vi.
Vi a mi abuelo, un hombre fuerte que nunca había visto flaquear, empezar a respirar con dificultad. Sus manos, que momentos antes me defendían, comenzaron a temblar. Se llevó una a la boca, como si quisiera contener un grito.
Vi a mi abuela. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. El color desapareció de su rostro. La mano que me había acariciado con tanto cariño se aferró al brazo de mi abuelo, sus nudillos blancos. Soltó un pequeño gemido, un sonido de puro terror.
Cuando mi madre se enderezó, la transformación estaba completa.
Mis abuelos se giraron lentamente hacia mí. Sus miradas ya no eran de amor y protección. Eran las mismas miradas que había visto en mi padre. Una mezcla de horror, repulsión y una pena helada.
Mi abuela fue la primera en moverse. Se acercó a mí, pero no para abrazarme. Me tomó del brazo con una fuerza que me sorprendió y me empujó hacia mi cuarto.
"Métete adentro," dijo, su voz era un susurro áspero.
Afuera, se oían los murmullos de los vecinos que se habían asomado por el alboroto. Mi abuelo salió al patio.
"¡No pasa nada aquí!" gritó con su voz de siempre, la voz de autoridad. "Un problema familiar, ya saben cómo son las cosas. ¡Váyanse a sus casas!"
La gente se dispersó, obediente. Mi abuelo cerró la puerta. Cuando se giró, su cara era la de un juez dictando una sentencia de muerte.
Entró a mi cuarto. Mi abuela y mi madre estaban ahí, mirándome como si fuera una extraña, una cosa peligrosa.
Él se paró frente a mí. Me miró de arriba abajo, y luego, levantó la mano.
El golpe de su palma en mi mejilla sonó como un trueno en el silencio de la habitación. Dolió más que todos los golpes de mi madre juntos. Porque venía de la mano que me había prometido salvación.
"Eres un error," dijo, su voz era hielo puro. "Tu madre tiene razón. Quizás lo mejor sería... que te dejaran morir."
Se giró y salió de la habitación, seguido por mi abuela, que ni siquiera me miró. Mi madre cerró la puerta con llave desde afuera.
Caí al suelo. El dolor físico era nada comparado con el abismo que se había abierto en mi pecho. Me habían abandonado. Todos. El secreto los había convertido. Ahora yo era la enemiga de toda mi familia. Y seguía sin saber por qué.
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