Los días que siguieron a la fiesta de mi abuelo fueron peores. El maltrato de mi madre se volvió una constante, una rutina predecible y cruel. Si barría el piso, lo hacía mal. Si lavaba los platos, dejaba manchas. Si intentaba practicar mi baile en silencio, el simple movimiento de mis pies era una ofensa.
"Inútil," me decía mientras tiraba al suelo la ropa que yo acababa de doblar. "No sirves para nada."
Yo intentaba entender. Buscaba una razón en sus ojos, una explicación para su odio. No encontraba nada. Solo un vacío frío.
Con mis hermanos, todo era diferente. Mateo tenía tos y mi madre corrió a la farmacia en medio de la noche. Lucas se cayó y se raspó la rodilla, y ella lo cargó por toda la casa durante horas, cantándole canciones de cuna. Los llamaba "mis tesoros", "mis pedacitos de cielo". Les compraba dulces a escondidas y ropa nueva que a mí me negaba.
"Ellos sí merecen las cosas buenas," me dijo una vez, mientras yo remendaba mis únicos zapatos. "Ellos son niños buenos. No como tú."
Yo me encerraba en mi cuarto y repasaba mi vida, buscando el pecado original que me había condenado. ¿Fue algo que dije? ¿Algo que hice de pequeña? Intenté recordar, pero solo encontraba memorias de una niña que buscaba la aprobación de su madre. Traté de ser la mejor en la escuela, de ganar concursos de baile, de ayudar en la casa hasta que mis manos dolían. Nada funcionaba. Cada logro mío parecía enfurecerla más.
La transformación de mi padre era lo que más me dolía. El hombre que me enseñó los primeros acordes en su guitarrón, que me cargaba en sus hombros para ver los desfiles, ahora apenas me miraba. Después de aquel susurro de mi madre, se había convertido en su cómplice.
Una tarde, estaba limpiando uno de sus trofeos de mariachi. Se me resbaló de las manos y una pequeña pieza se rompió. El miedo me paralizó.
Mi padre entró en la sala. Vio el trofeo roto en el suelo. Esperaba un regaño, pero no el infierno que se desató.
"¡Estúpida!" gritó, su cara roja de ira. "¡Lo único que haces es destruir todo lo que toco!"
Agarró el trofeo y lo estrelló contra la pared. Luego me tomó del brazo y me arrastró al patio.
"No quiero volver a verte cerca de mis cosas, ¿entiendes?"
Me quedé allí, temblando, mientras él volvía a entrar en la casa. Escuché a mi madre decirle: "Bien hecho, Ricardo. Tiene que aprender."
La red de aislamiento se extendió más allá de las paredes de mi casa. Doña Elvira, la vecina que siempre me daba un pan dulce cuando pasaba, un día me cerró la puerta en la cara. La vi hablar con mi madre en la banqueta minutos antes. Otro susurro.
En el mercado, la gente que antes me saludaba, ahora bajaba la mirada. Sentía sus ojos en mi espalda, cuchicheos que se callaban cuando me giraba. El mundo se estaba encogiendo a mi alrededor. Todos parecían saber un secreto sobre mí, un secreto terrible que me convertía en un monstruo a sus ojos.
Estaba sola. Completamente sola, en una isla de odio rodeada por un mar de susurros que no podía entender.
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