-¡Alejandro! ¡Déjame entrar! ¡Por favor!
Mis gritos fueron engullidos por la tormenta.
Una luz se encendió en una ventana del piso de arriba. Una de las empleadas, Lupe, se asomó.
-¡Por favor, Lupe! ¡Abre la puerta! -grité.
Su rostro era una mezcla de lástima y miedo. Sacudió la cabeza.
-No puedo, señorita Garza. El señor Elizondo dio órdenes.
La luz se apagó.
La realidad de mi situación me golpeó con la fuerza de un golpe físico. Ya no era la señora de esta casa. Era una prisionera, y mi carcelero acababa de echarme al frío.
Miré por la ventana de la sala. Alejandro tenía sus brazos alrededor de Valeria, consolándola. Le acariciaba el pelo mientras ella sollozaba en su pecho. Una imagen perfecta de engaño.
Una ola de ira fría y dura atravesó mi dolor. No dejaría que me destrozaran.
Me acurruqué contra la pared de la casa, tratando de encontrar algo de refugio del viento y la lluvia. Apreté la caja de música rota contra mi pecho. Era todo lo que me quedaba.
Recordé cuando Alejandro y yo éramos niños, jugando en este mismo jardín. Se cayó del gran roble y se rompió el brazo. Me senté con él durante horas, contándole historias hasta que llegó la ambulancia. Me dijo que yo era su heroína.
Había prometido protegerme siempre.
Esa promesa era una mentira, destrozada como la fotografía de mis padres.
El frío se me metió en los huesos. Mi cuerpo empezó a temblar incontrolablemente. El agotamiento, tanto físico como emocional, me invadió. Apoyé la cabeza contra la piedra fría y cerré los ojos, dejando que la oscuridad me llevara.
No sé cuánto tiempo estuve allí fuera. Cuando volví en mí, la lluvia había cesado. La luna estaba alta en el cielo.
La puerta principal se abrió.
Alejandro estaba allí, recortado contra la luz del vestíbulo. Su rostro era ilegible en las sombras.
Se acercó a mí, sus pasos silenciosos sobre la hierba mojada. Me miró, acurrucada en el suelo, y por un momento, vi un destello de algo en sus ojos. ¿Lástima? ¿Arrepentimiento?
Desapareció tan rápido como apareció.
Arrojó un paraguas plegado al suelo junto a mí.
-No te vayas a resfriar -dijo, su voz plana-. Sería un inconveniente.
Luego se dio la vuelta y volvió a entrar, cerrando la puerta tras de sí. No me ofreció una mano. No me preguntó si estaba bien. Simplemente me dejó allí, con su patético e inútil gesto de un paraguas.
A la mañana siguiente, entré con la llave de repuesto que guardaba escondida en el jardín. La casa estaba en silencio. Llevé la caja embarrada con las cosas de mis padres a mi estudio. Pasé horas limpiando cuidadosamente cada objeto, tratando de salvar lo que podía. La fotografía estaba arruinada. Las cartas eran en su mayoría ilegibles. Pero la pequeña bailarina de la caja de música estaba intacta.
Estaba tratando de pegarla de nuevo en la tapa cuando los oí bajar las escaleras.
Valeria me vio primero.
-Oh, mira. Está jugando con sus juguetes rotos.
La ignoré, mi atención completamente en la delicada tarea.
Se acercó más.
-Sabes, Alejandro se siente fatal por lo que pasó. Es que es muy protector conmigo.
No respondí.
-Soy muy buena arreglando cosas -dijo, su voz empalagosamente dulce-. Déjame ayudarte con eso.
Alcanzó la caja de música.
-No la toques -dije, mi voz baja y peligrosa.
Alejandro dio un paso adelante.
-Sofía, deja que te ayude. Fue un accidente. Está tratando de arreglarlo.
-No -dije, apretando la caja contra mi pecho.
Los ojos de Valeria se llenaron de lágrimas.
-Solo quería ayudar... Alejandro, me odia.
-Dámela, Sofía -ordenó Alejandro.
-No.
Vi el destello de ira en sus ojos. Chasqueó los dedos. Dos de sus guardaespaldas aparecieron desde el pasillo.
-Quítensela -ordenó.
Se movieron hacia mí. Retrocedí, sosteniendo la caja de música como un escudo.
-¡No se atrevan! -grité.
Me agarraron los brazos. Luché, pero eran demasiado fuertes. Pateé y me revolví, mis uñas clavándose en su piel. Uno de ellos me torció el brazo detrás de la espalda, obligándome a gritar de dolor.
La caja de música se me cayó de las manos.
Valeria la recogió. La miró, luego a mí, una mirada de pura y triunfante malicia en sus ojos.
-Ups -dijo.
Y la dejó caer.
La frágil madera y el metal se hicieron añicos en el duro suelo, la pequeña bailarina rodando bajo una mesa.