Escapando de Su Obsesión, Encontrando el Amor
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Capítulo 4

El sonido de la caja de música al hacerse añicos resonó en el repentino silencio.

El tiempo pareció detenerse.

Miré la madera astillada y el metal retorcido en el suelo. La pequeña bailarina se había ido. Mi última pieza de ellos. Se había ido.

Caí de rodillas, mis manos temblaban mientras intentaba recoger los pedazos. Eran demasiado pequeños, demasiado rotos. Era inútil.

-Oh, qué torpe soy -dijo Valeria, llevándose una mano a la boca con falso horror-. Lo siento mucho, Sofía.

Una rabia que nunca antes había sentido hirvió dentro de mí. Me abalancé sobre ella, apartándola de los restos de mis recuerdos.

-¡Aléjate de eso! -chillé.

Ella tropezó hacia atrás, su tacón se enganchó en la alfombra y cayó dramáticamente al suelo.

-¡Aah! ¡Mi tobillo! ¡Alejandro, me empujó! ¡Me atacó!

Alejandro fue un borrón en movimiento. La vio en el suelo y su razón se desvaneció.

Me agarró del pelo, tirando de mi cabeza hacia atrás.

-¡Maldita perra! -gruñó-. Te lo advertí.

Ordenó a las empleadas que barrieran los pedazos. Todos ellos.

-¡No! -grité, tratando de detenerlas, pero los guardaespaldas me sujetaron con fuerza. Observé, impotente, cómo barrían el último regalo de mis padres en un recogedor y se lo llevaban.

Me liberé y corrí a la cocina, al bote de basura, y empecé a hurgar entre los desperdicios, ignorando los posos de café y los restos de comida. Tenía que encontrar a la bailarina.

Mis dedos se cerraron alrededor de algo pequeño y duro. Lo saqué. Era ella. Cubierta de suciedad, pero entera.

-Mírate -la voz de Valeria goteaba desprecio desde la puerta-. Hurgando en la basura como el animal que eres. Tus padres estarían tan orgullosos.

Eso fue todo. El último hilo de mi control se rompió.

Volé hacia ella, mis manos cerrándose alrededor de su garganta.

-Nunca vuelvas -gruñí, mi rostro a centímetros del suyo-, a hablar de mis padres.

Arañó mis manos, sus ojos abiertos con miedo real por primera vez. Soltó un chillido agudo.

Alejandro estuvo allí en un instante, apartándome de ella. Me tiró al suelo.

-Has ido demasiado lejos, Sofía -dijo, su voz terriblemente tranquila-. Estás enferma. Necesitas ayuda.

Se volvió hacia sus guardaespaldas.

-Llévenla a la sala de tratamiento.

La sala de tratamiento. Así la llamaba él. No era parte de la casa original. Era una adición reciente suya, una pequeña habitación insonorizada en el sótano que había construido para "curar" mi desafío. En el centro de la habitación había una sola silla. Una silla con correas de cuero y cables que había hecho instalar especialmente.

Me arrastraron por los fríos escalones de concreto. Luché. Grité. Pero fue inútil.

Me ataron a la silla. El cuero frío me heló la piel. El olor a ozono llenaba el aire.

Alejandro se paró frente a mí, su rostro una máscara fría y dura. Valeria se asomaba por detrás de él, una mirada de victoria satisfecha en su rostro.

-Pídele perdón a Valeria -dijo.

-Nunca -escupí.

Hizo un gesto al guardia en el panel de control.

Un interruptor se accionó.

Un dolor abrasador y al rojo vivo recorrió mi cuerpo. Cada músculo se agarrotó. Apreté los dientes con tanta fuerza que pensé que se romperían. Un grito fue arrancado de mi garganta. Puntos negros danzaban en mi visión.

Se detuvo tan repentinamente como comenzó. Me desplomé contra las correas, jadeando por aire.

-Pide perdón -repitió Alejandro.

Levanté la cabeza, mi cuerpo temblando. Lo miré a los ojos.

-Vete al infierno.

Asintió de nuevo.

El dolor volvió, peor esta vez. Sentí como si mis huesos se estuvieran desgarrando. A través de la neblina de agonía, vi destellos de una vida diferente. Alejandro sonriéndome. Alejandro sosteniendo mi mano. Alejandro besándome bajo las estrellas.

Los recuerdos eran una broma cruel.

La electricidad se detuvo. Apenas estaba consciente.

-Creo que ya ha tenido suficiente -dijo Alejandro, su voz aburrida-. Por ahora.

Se volvió hacia los guardias.

-Llévenla de vuelta a su habitación. Cierren la puerta con llave.

Me desataron. Mi cuerpo estaba flácido. Me arrastraron escaleras arriba y me arrojaron sobre mi cama como un saco de basura.

Mi hermosa habitación era ahora solo otra parte de mi prisión. Me quedé allí, cada centímetro de mi cuerpo doliendo, y lloré. No por el dolor, sino por el hombre que había perdido. El hombre que ahora era mi torturador.

            
            

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