Me arrastraron fuera del museo, por una salida de servicio, y al oscuro callejón. Mi pierna herida raspaba contra el pavimento áspero. Podía sentir la arena y la suciedad moliéndose en la herida abierta.
Mi mente retrocedió a un tiempo en que Alejandro habría movido cielo y tierra si me hubiera raspado la rodilla. Una vez me cargó por más de un kilómetro de regreso a nuestro coche después de que me torcí el tobillo en una caminata, negándose a que mis pies tocaran el suelo.
Ese hombre era un fantasma.
Me empujaron al asiento trasero de un coche negro. Me desplomé contra el asiento, mi cuerpo temblando, y finalmente me desmayé por el dolor.
Desperté en una habitación de hospital. El olor a antiséptico era agudo y limpio. Una enfermera estaba ajustando mi goteo intravenoso.
-Ya despertó -dijo, su voz amable-. Perdió mucha sangre. Tiene mucha suerte. El doctor dijo que el fragmento no alcanzó una arteria principal por milímetros.
Me miró con ojos compasivos.
-¿Llamo a su familia? ¿A su esposo?
-No tengo familia -susurré, las palabras sabían a ceniza en mi boca-. Y él no es mi esposo.
La puerta de mi habitación se abrió y mi corazón se detuvo.
Alejandro estaba allí, su rostro como una nube de tormenta.
Se acercó a la cama, ignorando por completo a la enfermera. No preguntó cómo estaba. No miró las vendas en mi pierna.
Sus ojos estaban llenos de hielo.
-Valeria tiene un esguince en la muñeca -dijo, su voz baja y amenazante-. Todo por tu culpa.
-Fue un accidente -dije, mi voz débil-. Ella me empujó.
-Mentirosa -siseó-. Te vi. Estás celosa y eres vengativa. No soportas verme feliz con otra persona.
-Eso no es verdad...
Se inclinó, su rostro a centímetros del mío.
-Irás a su habitación, te pondrás de rodillas y le pedirás perdón.
Lo miré, horrorizada. El hombre que había amado toda mi vida había desaparecido por completo, reemplazado por este extraño cruel y delirante.
-No tengo nada de qué disculparme -dije, mi voz temblorosa pero firme-. Ella es la que debería disculparse. Te está mintiendo, Alejandro. ¿No puedes verlo?
Su mano se disparó y me agarró la barbilla, sus dedos clavándose en mi mandíbula.
-No te atrevas a hablar mal de ella. No eres digna ni de decir su nombre.
El dolor en mi mandíbula no era nada comparado con el dolor en mi corazón.
Me soltó con un empujón.
-Te disculparás, o te haré disculparte.
Se volvió hacia sus guardaespaldas que lo habían seguido.
-Llévensela.
Uno de ellos se adelantó y arrancó la aguja intravenosa de mi brazo. La sangre brotó, goteando sobre las sábanas blancas.
Me sacaron de la cama. Grité cuando mi pierna herida soportó mi peso. La herida, recién suturada, sentí como si se estuviera abriendo.
Me arrastraron fuera de la habitación y por el pasillo hasta donde se alojaba Valeria. Estaba sentada en la cama, con la muñeca envuelta en un vendaje, luciendo perfectamente bien. Me dedicó una sonrisa triunfante.
Me obligaron a arrodillarme frente a su cama. El duro suelo de linóleo estaba frío contra mi piel. Mi pierna gritaba en protesta.
-Dilo -ordenó Alejandro, su voz como un látigo.
Lo miré, mi visión borrosa por las lágrimas de dolor e ira.
No les daría la satisfacción.