La gota que colmó el vaso fue una reunión al final de un día agotador. Él la citó en su oficina, el santuario de ébano y cristal del que emanaba todo su poder. El sol poniente se filtraba por el ventanal, bañando la estancia en tonos sangrientos y dorados.
-Su último bosquejo -dijo él, arrojando una carpeta sobre el escritorio. No era una pregunta. Era un veredicto-. Es emocional. Desordenado. Se deja llevar por la pasión del personaje, no por la lógica del escenario.
Valeria, de pie frente a él, sintió la humillación arder en sus mejillas. Esa pasión era lo mejor de ella, y él lo trataba como un defecto.
-La lógica sin pasión es un esqueleto sin vida -replicó, la voz más temblorosa de lo que hubiera querido.
Elías se levantó con lentitud felina. La energía de la habitación cambió. El aire se espesó, pesado, casi difícil de respirar.
-¿Pasión? -preguntó, caminando hacia ella, rodeando el escritorio-. Lo que veo es falta de control. Y el control, Valeria, lo es todo.
Se detuvo frente a ella, tan cerca que el calor de su cuerpo era un imán. Su aroma, sándalo y poder, la envolvió.
-Usted no me contrató por mi control -susurró, desafiante, aunque sus rodillas flaqueaban.
-No -admitió él, su mirada gris descendiendo hasta sus labios con una intensidad devoradora-. La contraté por su fuego. Pero el fuego, sin un recipiente que lo contenga, solo deja cenizas.
Su mano se alzó, y esta vez, no se detuvo. Sus dedos, largos y fuertes, cerraron suavemente pero con firmeza alrededor de su muñeca. El contacto fue una descarga brutal, un jadeo escapó de sus labios. Era la primera vez que la tocaba, y su piel ardió bajo el contacto.
-¿Sabe cuál es el problema de jugar con fuego, Valeria? -su voz era un ronquido sensual, su alboroto cayendo sobre su rostro-. Que uno siempre termina quemado.
Ella intentó retirar la mano, pero su agarre era de acero. Un destello de triunfo cruzándose en sus ojos.
-Suélteme.
-No -fue su respuesta simple, devastadora-. No es lo que realmente quiere. Ha estado desafiándome, provocándome, desde el primer día. Buscando los límites. Hoy los encontrará.
Con un tirón suave pero irresistible, la atrajo hacia él. Su cuerpo chocó contra el suyo, firme y sólido. Un gemido ahogado se le escapó. La evidencia de su deseo, duro e inconfundible, presionó contra su vientre, y una oleada de lujuria tan intensa que casi la dobló la recorrió. Cualquier protesta murió en sus labios. El miedo se mezcló con un anhelo tan profundo que la aterraba.
-Elías... -jadeó, una súplica sin dirección.
-Ahora -murmuró, su otra mano capturando su nuca, entrelazándose en su cabello, obligándola a mantener su mirada-. Es hora de rendirse.
Y entonces, sus labios capturaron los suyos.
No fue un beso de exploración. Fue una conquista. Feroz, posesivo, experto. Su boca se movió sobre la de ella con una urgencia que le robó el aliento y la razón. Su lengua reclamó posesión, saboreándola, dominándola. Valeria se derritió contra él, sus manos, antes empujando su pecho, ahora aferrándose a los costados de su chaqueta para no caer. Un fuego líquido se extendió por sus venas, concentrándose en un núcleo palpitante y húmedo entre sus piernas.
Él la guió hacia atrás, sin separar sus bocas, hasta que el borde frío y duro del escritorio de ébano le golpeó la espalda. Rompió el beso, jadeando, sus ojos eran tormentas de pura lujuria.
-¿Lo ve? -roncó, deslizando las manos por sus caderas, levantando su falda-. La pasión, contenida. Controlada. Dirigida.
La vergüenza y el éxtasis la embargaron cuando sus dedos encontraron la piel desnuda de sus muslos. No llevaba medias. Su respiración era un caos de jadeos.
-Por favor... -suplicó, sin saber qué pedía.
-"Por favor" qué, Valeria? -susurró, desabrochando su blusa con dedos sorprendentemente ágiles, exponiendo su torso al aire frío de la oficina-. ¿Que pare? ¿O que continúe?
Sus labios descendieron a su cuello, mordisqueando, succionando, marcándola. Un grito sofocado escapó de ella. Sus manos le agarraban los hombros, clavando los dedos en la tela.
-No puedo...
-Puede -corrigió él, mordiendo su lóbulo-. Y lo hará. Se rendirá a esto. A mí.
La volvió, presionando su torso desnudo contra la fría superficie del escritorio. Los informes, los diseños, todo fue barrido al suelo en un susurro de papel. El sonido fue obsceno. Él la sujetó por la nuca, manteniéndola en su lugar, su cuerpo poderoso encajando detrás de ella.
-Quiero oírlo -ordenó, su voz áspera contra su oído mientras sus manos recorrían su cuerpo, despojándola de la falda, de la ropa interior-. Quiero oír que se rinde.
Cuando él entró en ella desde atrás, con un empuje firme y posesivo que llenó cada espacio vacío, un grito desgarrado, crudo, salió de su garganta. No era de dolor, sino de una liberación catártica. Era demasiado. Demasiada sensación, demasiado él. Sus caderas comenzaron a moverse con un ritmo implacable, cada embestida una reafirmación de su dominio, una promesa de placer y sumisión.
El mundo se redujo al sonido de su respiración entrecortada, al roce de su ropa contra su piel desnuda, al crujido del escritorio bajo su peso combinado. Cada pensamiento, cada resistencia, se disolvió en la marea de sensaciones. Gritó su nombre, una y otra vez, como un mantra, una oración, una rendición incondicional.
El orgasmo la golpeó como un rayo, un estallido cegador que le arrancó un gemido largo y tembloroso. Lo sintió seguirlo, un gruñido gutural en su oído, su cuerpo convulsionándose contra el suyo antes de desplomarse sobre su espalda, pesado y satisfecho.
El silencio que siguió fue profundo, roto solo por el sonido de su respiración agitada. Él se separó lentamente. Valeria, temblorosa, con las piernas incapaces de sostenerla, se apoyó en el escritorio, la mejilla contra la fría madera.
Él se ajustó la ropa con la misma precisión con la que dirigía sus reuniones. Luego, se acercó y colocó suavemente su blusa sobre sus hombros desnudos.
-Las reglas han cambiado -declaró, su voz recuperando la compostura, pero con un deje de posesividad que no estaba antes-. Esto no se repite hasta que yo lo decida. ¿Entendido?
Ella, vacía, conquistada, hecha añicos, solo pudo asentir, sus ojos brillando con lágrimas de humillación, éxtasis y una extraña y nueva lealtad.
-Sí, señor Thorn.
Él esbozó una sonrisa, no de triunfo, sino de profunda satisfacción. El primer hilo del laberinto se había cerrado alrededor de ella. Y Valeria supo, con una certeza aterradora, que jamás encontraría la salida.