Bajo el juego del CEO
img img Bajo el juego del CEO img Capítulo 6 Geografía de la Sumisión
6
Capítulo 8 Nuevas Reglas en la Penumbra img
Capítulo 9 Juego de Sombras img
Capítulo 10 El Precio de la Lealtad img
Capítulo 11 Juego de Poder en la Piel img
Capítulo 12 Bajo el Cielo de Lisboa img
Capítulo 13 El Precio de la Lealtad img
Capítulo 14 Fuego en la Sombra img
Capítulo 15 Lazos de Confianza img
Capítulo 16 Despertar Entre Sabores img
Capítulo 17 El Eco de la Rendición img
Capítulo 18 El Laberinto Propio img
Capítulo 19 El Precio de la Verdad img
Capítulo 20 En la Guarida del Minotauro img
Capítulo 21 Victoria y Sumisión img
Capítulo 22 La Nueva Normalidad img
Capítulo 23 El Primer Movimiento de Locke img
Capítulo 24 Frente Unido img
Capítulo 25 La Jugada Sucia img
Capítulo 26 Geografía de la Desconfianza img
Capítulo 27 La Espía en la Sombra img
Capítulo 28 Confrontación en la Sala de Junta img
Capítulo 29 El Nombre del Fantasma img
Capítulo 30 La Primera Herida img
Capítulo 31 Posesión en las Ruinas img
Capítulo 32 El Refugio img
Capítulo 33 El Muro de Cristal img
Capítulo 34 La Ofensiva Mediática img
Capítulo 35 El Precio de la Lealtad img
Capítulo 36 Jaque al Rey img
Capítulo 37 Estrategia en la Penumbra img
Capítulo 38 La Traición de un Aliado img
img
  /  1
img

Capítulo 6 Geografía de la Sumisión

El día había sido una larga y tortuosa cuenta regresiva. Cada reunión, cada línea de código, cada intercambio profesional con Elías había estado cargado de una electricidad subterránea que solo ellos percibían. Valeria había cumplido con la instrucción no dicha: un discreto collar de terciopelo negro ceñido a su cuello, justo sobre la marca ya difuminada de la posesión anterior. Un recordatorio privado de su lugar.

Al cruzar el umbral de la oficina a las 7:00 p.m. en punto, supo de inmediato que la noche sería diferente. La energía no era la de la exploración meticulosa de los días anteriores, sino la de una tormenta a punto de desatarse. Él no estaba junto a la barra con una copa de vino, ni sentado tras su escritorio. Estaba de pie en el centro de la habitación, inmóvil, como un núcleo de poder concentrado. La penumbra parecía emanar de él.

-Cierra la puerta con llave -su voz fue un rugido bajo, una orden que no admitía demora.

El corazón de Valeria galopó contra sus costillas. Obedeció, el sonido del pestillo resonando como un disparo de salida. Al volverse, él ya estaba delante de ella, tan cerca que el calor de su cuerpo la envolvió. No hubo preámbulos. Sus manos se enredaron en su cabello con una firmeza que bordeaba lo doloroso, tirando de su cabeza hacia atrás para exponer completamente la línea de su garganta. Su boca descendió sobre la suya no en un beso, sino en una toma de posesión. Feroz, devorador, hambriento. Su lengua invadió su boca con una urgencia animal que le arrancó un gemido ahogado, un sonido que fue inmediatamente absorbido por él.

Sus manos no se demoraron en botones o cierres. Agarró el cuello de su blusa de seda y, con un tirón seco y brutal, la desgarró. El sonido de la tela cediendo fue obscenamente íntimo. Los botones saltaron y chocaron contra el suelo de madera en un tintineo disperso. Valeria jadeó, la sensación de vulnerabilidad extrema mezclada con una excitación tan intensa que le nubló la vista. Él arrancó los jirones de tela de su cuerpo, seguidos rápidamente por el fino encaje de su sostén. Sus senos, liberados, fueron capturados por sus manos grandes y ásperas, sus pulgares e índices pellizcando sus pezones ya erectos con una presión experta que la hizo arquearse contra él, un grito sofocado en su garganta.

-Hoy no hay lugar para la paciencia -gruñó contra sus labios hinchados, rompiendo el beso-. Hoy necesito sentir cómo te quiebras contra mí.

La empujó con fuerza controlada contra la fría e implacable superficie del ventanal. El cristal, sólido como un acantilado, se empañó al instante por el calor de sus cuerpos. La ciudad, un vasto tapiz de luces anónimas y distantes, se extendía a sus pies, testigo mudo de su sumisión. Él la sujetó por la nuca, manteniendo su mejilla presionada contra el vidrio frío, mientras su otra mano descendió con determinación para subir su falda por encima de sus caderas. Sus dedos engancharon la delgada cinta de sus bragas y, con otro movimiento brusco y decisivo, se las arrancó, dejando el elástico roto alrededor de sus muslos como un trofeo de guerra.

-Ábreme -ordenó, su voz áspera, cargada de un deseo que ya no contenía.

Valeria, temblando de pies a cabeza, separó las piernas. Él desabrochó su propio pantalón con manos seguras y, sin ceremonias, sin preludio alguno, la penetró por detrás con un solo empuje profundo, completo, que llenó cada espacio vacío. Un grito gutural, crudo y desgarrado, escapó de sus labios, ahogado contra la superficie fría del vidrio. No había más lubricante que su propia humedad, y la entrada fue áspera, intensa, visceralmente posesiva de una manera que hizo que sus uñas se arañaran impotentes contra el cristal. Sus caderas comenzaron a moverse con un ritmo rápido y brutal, él la sostenía con fuerza con ambas manos, cada embestida un impacto sordo que resonaba a través de su cuerpo y se propagaba por el vidrio, cada retirada una promesa cruel de un nuevo y más profundo impacto. Él se inclinó sobre ella, su aliento un soplo caliente y húmedo en su oído, murmurando un torrente de obscenidades, alabanzas y órdenes que alimentaban su éxtasis y su vergüenza.

-Eres mía -jadeaba, su voz un rumor áspero-. Solo mía. Este cuerpo, este jadeo, este placer... lo construí para mí. Lo esculpí.

El orgasmo la golpeó con la fuerza de un rayo, un estallido cegador de sensaciones que la hizo gritar, su cuerpo convulsionándose violentamente contra la ventana, sus músculos internos apretándose alrededor de él en una serie de espasmos irresistibles. Él no se detuvo. La sostuvo en su lugar con un brazo férreo alrededor de su cintura, continuando su ritmo implacable, prolongando su clímax hasta el borde del dolor, hasta que su propio orgasmo llegó con un gruñido ronco y gutural, derramándose en lo más profundo de ella, su cuerpo quedándose rígido y tenso contra su espalda durante un instante eterno.

Jadeantes, pegados al ventanal por el sudor y el esfuerzo, permanecieron así por un largo momento, sus reflejos fantasmales superpuestos al paisaje urbano. Luego, él se retiró. La volvió hacia él con un movimiento no carente de una posesividad brutal. Sus ojos, en la penumbra, ardían con la fría satisfacción de un depredador. Sin una palabra, la llevó a rastras hasta el amplio sofá de cuero negro y la arrojó boca abajo sobre la fría superficie.

-No he terminado -anunció, su voz entrecortada pero llena de una autoridad inquebrantable.

La colocó de rodillas en el borde del sofá, su espalda arqueada hacia él. Esta vez, su entrada fue más lenta, una penetración deliberada que buscaba y encontraba una profundidad aún mayor. Desde esta posición, cada uno de sus movimientos era una exploración meticulosa de su sensibilidad interna, un recordatorio de quién dirigía la sinfonía de su placer. Una de sus manos se enredó de nuevo en su cabello, tirando hacia atrás para acentuar la curva de su columna, mientras la otra se deslizó por su costado sudoroso hasta encontrar de nuevo su clítoris, hinchado y sensible por el reciente clímax. Sus dedos, ahora lubricados con la mezcla de sus esencias, reanudaron su trabajo tortuoso y experto, trazando círculos firmes y rápidos que la hicieron gemir en una mezcla de agonía y éxtasis.

-Pídemelo -exigió, su ritmo constante y profundo, cada palabra una puntuación en su cuerpo-. Pídemelo otra vez. Dime que es mío.

-Por favor -gimió Valeria, perdida en el torbellino de sensaciones, su voluntad disuelta, su cuerpo respondiendo a una cadencia que solo él conocía y controlaba-. Por favor, no pares. Es tuyo... todo es tuyo.

Sus palabras, una rendición verbal completa, actuaron como un detonante. La llevó a un segundo orgasmo, este más prolongado y resonante que el primero, que le sacudió el cuerpo con temblores incontrolables, una ola de puro fuego líquido que parecía no tener fin. Cuando creyó que no podría soportar ni un segundo más de esa estimulación abrumadora, él la tumbó boca arriba sobre el cuero frío, colocando sus piernas sobre sus hombros con dominio absoluto. La miró, su mirada gris fija en sus ojos vidriosos, y la penetró de nuevo. Esta posición era profundamente invasiva, infinitamente íntima, permitiéndole ver cada destello de placer, cada mueca de entrega, cada sombra de dolor en su rostro. Se movió entonces con una lentitud agonizante, cada centímetro de retirada una tentación insufrible, cada empuje una afirmación final de su posesión. Se inclinó y capturó uno de sus pezones en su boca, succionando y mordiendo con una fuerza que bordeaba el límite, la sensación punzante viajando directamente al núcleo mismo de su ser, fundiéndose con el ritmo de sus caderas.

Fue en esta intimidad cruda y expuesta, cara a cara, donde un tercer y catártico orgasmo la arrasó, un estallido silencioso que le arrancó las lágrimas y la dejó completamente vacía, hecha añicos. Esta vez, él la siguió inmediatamente, con un rugido ahogado que era pura victoria, su cuerpo convulsionándose sobre el de ella en una última y poderosa ola de liberación.

El silencio que siguió fue pesado, absoluto, roto solo por el sonido áspero y entrecortado de su respiración. Él se separó de ella con la misma brusquedad con la que había comenzado. Se incorporó del sofá con su fluidez característica, su mirada fría y evaluadora recorriendo su cuerpo exhausto, marcado por sus manos, su piel enrojecida por la fricción y el ardor, sus labios partidos e hinchados. No había triunfo en su rostro, solo la serena certeza de un deber cumplido.

Sin una palabra, se levantó, arreglándose su ropa con la precisión impecable que nunca lo abandonaba, cada movimiento un recordatorio de la distancia que él podía establecer en un instante. Se acercó a la barra, sirvió un vaso de agua fría y lo dejó en la mesa frente a ella con un golpe seco y final.

-Bebe -ordenó, su voz había recuperado toda su frialdad metálica, la del CEO, no la del amante-. Las marcas en tus caderas durarán unos días. Recuérdalo mientras trabajas. Quiero que sientas mi mano en cada línea de código que escribas.

Su mirada era impenetrable, un muro de hielo. No quedaba rastro del hombre que momentos antes gruñía de pasión desatada. Solo quedaba el arquitecto, el dueño indiscutible del laberinto.

-Mañana. A las 7 -declaró, no como una invitación, sino como un decreto irrevocable-. No me hagas esperar.

Volviendo la espalda, se dirigió a su escritorio y encendió su terminal, la luz de la pantalla iluminando su perfil severo. Se sumergió instantáneamente en su trabajo como si ella, deshecha y temblorosa en el sofá, ya no existiera. La transición fue tan brutal como efectiva. El momento de intimidad salvaje había terminado. Las reglas, el orden, su lugar innegable estaban reinstaurados.

Valeria, con un temblor que le recorría todo el cuerpo, comprendió el mensaje con una claridad dolorosa. Ella podía perder el control, podía quebrarse, podía ser moldeada y poseída. Él, nunca. Y esa era la diferencia fundamental, el abismo insalvable y, para su propia confusión, la razón por la que su cuerpo y su mente anhelaban cada vez más profundamente el siguiente paso en el laberinto que solo él podía guiar. Recogió los jirones de su ropa, sintiendo el peso de su mirada en su espalda desnuda incluso cuando él fingía concentrarse en la pantalla. El juego, duro, implacable y adictivo, continuaba.

            
            

COPYRIGHT(©) 2022