Él emergió de la penumbra al otro lado de la oficina, tan impecable como si acabara de comenzar el día. Su chaqueta de traje colgaba perfectamente doblada sobre un sillón, pero su camisa blanca, aunque abotonada, carecía de la corbata. Era una concesión mínima a la intimidad que acababan de compartir. En sus manos sostenía dos vasos de agua cristalina. Se acercó y le ofreció uno sin una palabra.
Valeria lo tomó. El contraste entre el frío del vidrio y el calor que aún ardía bajo su piel la hizo estremecer. Bebió, evitando su mirada, sintiendo el peso de sus ojos grises escaneando cada detalle de su desorden: el pelo alborotado, la falda torcida, el temblor incontrolable de sus dedos.
-Esto... -logró articular, su voz un eco ronco de los gemidos que había soltado no hacía mucho.
-La primera regla, Valeria -la interrumpió él, su voz serena, pero con una cualidad metálica que cortó el aire-. Lo que sucede aquí, dentro de estas cuatro paredes, es un acuerdo privado. Un archivo confidencial. -Hizo una pausa, dejando que el símil, tan propio de su mundo, calara hondo-. Fuera de esta habitación, la fachada es innegociable. Usted es la diseñadora jefe. Yo soy el CEO. Nada ha cambiado. -Su mirada descendió entonces, deliberadamente, a la base de su cuello, donde la piel empezaba a enrojecerse en lo que prometía ser un moretón-. Pero aquí... aquí las reglas, y sus consecuencias, las sigo decidiendo yo.
Ella asintió, un movimiento mecánico de la cabeza. Sabía que era inútil discutir. Su cuerpo era un testigo demasiado elocuente de la nueva verdad. Cada músculo le dolía con una dulzura agotadora, y entre sus piernas persistía un leve y punzante recuerdo de su posesión.
-La fachada es innegociable -repitió, como un mantra, una afirmación que esperaba poder creer.
-Bien -asintió él, con un destello de aprobación que le aceleró el pulso. Dio un sorbo a su agua y luego señaló con la cabeza hacia una puerta discreta-. Son las 10:30. Use el baño privado. Encontrará lo necesario.
La ordinariez de la instrucción, la logística aplicada al desastre emocional y físico que sentía, fue casi más violenta que el acto mismo. La estaba gestionando, limpiando las pruebas, preparándola para reintegrarse a un mundo donde esto nunca había sucedido.
Se deslizó del escritorio, las piernas débiles como gelatina. Cruzó la habitación sintiendo su mirada clavada en su espalda, en la curva de su cintura que sus manos habían moldeado con tanta fuerza. Al encerrarse en el baño, se apoyó contra la puerta, jadeando. Su reflejo en el espejo era el de una extraña. Los labios, hinchados y sensibles. Las mejillas, sonrojadas. Y en el cuello, la marca, un óvalo violáceo que se oscurecía minuto a minuto. La evidencia física de su capitulación. Una ola de vergüenza la recorrió, seguida de inmediato por un destello de un orgullo tan retorcido que casi la dobló por la cintura. Era suyo. Él la había marcado.
Se lavó la cara con agua fría, intentando borrar las huellas, sabiendo que era imposible. Al salir, la oficina estaba en orden. El escritorio, limpio. El aire, renovado. Él no estaba. Por un momento, todo pareció un sueño febril. Pero el moretón en su piel y la sensación residual en su cuerpo le gritaban la verdad.
El día siguiente fue un ejercicio de actuación brutal. En la reunión matinal con el equipo de sonido, Elías era la encarnación de la profesionalidad gélida. Sus comentarios, agudos y precisos, no daban pie a ninguna complicidad. Ni una mirada de más, ni un tono que sugiriera el conocimiento íntimo que ahora poseía de ella. Valeria, por su parte, luchaba por mantener la compostura. Cada vez que él hablaba, su mente reproducía el sonido de su respiración entrecortada en su oído. Cada vez que él movía las manos, recordaba el tacto de esos dedos en su piel.
En un momento de pausa, se cruzaron frente a la máquina de café. El pasillo estaba vacío.
-¿Progresos con la banda sonora del nivel tres, señorita Rossi? -preguntó él, sirviéndose un espresso sin mirarla.
-Avanzamos según lo planeado, señor Thorn -respondió ella, con una voz que esperaba sonara segura.
-Bien -dijo, y entonces su mirada se desvió hacia ella, rápida como el latido de un colibrí, pero suficiente para posarse en el moretón que su blusa no lograba ocultar del todo-. Asegúrese de que la música refleje la... intensidad del laberinto. No queremos sonidos tibios.
La doble intención, camuflada en una instrucción laboral, le cortó la respiración. Antes de que pudiera articular respuesta, él ya se alejaba, dejándola con el corazón embistiéndole el pecho.
La verdadera prueba llegó al final de la tarde. Un correo electrónico escueto: "Mi oficina. Revisión de avances. 7 p.m."
Al entrar, la atmósfera era diferente. La habitación ya no era solo un espacio de trabajo; era el escenario de su rendición. Él estaba sentado detrás del escritorio, el mismo que había sido testigo y cómplice.
-Cierre la puerta -ordenó.
Ella lo hizo, cada centímetro que la puerta se cerraba era un latido más fuerte en sus sienes.
-Los diseños del ala oeste -comenzó él, pasando páginas con dedos largos y precisos-. Han ganado en profundidad. Hay una textura emocional que antes faltaba. Parece que ciertas... experiencias pueden agudizar la percepción de un artista.
Valeria sintió que el suelo se movía bajo sus pies. ¿Estaba evaluando su desempeño sexual a través de sus diseños?
-No sé a qué se refiere -mintió, clavando la mirada en un cuadro abstracto de la pared.
-Claro que lo sabe -él se levantó, rodeando el escritorio con la lentitud de un depredador que sabe que su presa no tiene escapatoria-. Usted ofreció su cuerpo. Y a cambio, su arte ganó autenticidad. Es una ecuación fascinante.
Se detuvo frente a ella. No la tocó, pero el espacio entre ellos vibraba.
-No fue una transacción -logró decir, con una chispa de su antigua dignidad.
-Todo en la vida lo es -replicó, su voz un susurro seductor-. Usted me da el control, y yo le doy a cambio... ¿qué, Valeria? ¿Éxtasis? ¿Verdad? ¿O simplemente el placer de dejar de luchar?
Su mano se alzó entonces. Con la yema del dedo índice, tocó el centro del moretón en su cuello. Fue una caricia eléctrica, un gesto de propiedad absoluta. Un gemido involuntario se le escapó.
-Esto -murmuró, su voz grave resonando en lo más hondo de ella- es un recordatorio. De que aquí, dentro de estas paredes, me pertenece.
Y entonces, sus labios encontraron los suyos. Este beso no fue la conquista feroz de la primera vez. Fue una reafirmación. Más lento, más profundo, más devastador porque conocía ya el territorio de su boca. Y ella, para su propia y aterrada fascinación, respondió. Se inclinó hacia él, su boca se abrió bajo la suya en una entrega instantánea y voluntaria. Había cruzado un umbral del que no había retorno.
Cuando se separaron, jadeantes, los ojos de Elías brillaban con la satisfacción oscura de un hombre que ha ganado algo más que una batalla.
-Puede irse -dijo, su voz ronca-. Mañana. 7 p.m. No sea impuntual.
Valeria salió de la oficina, las piernas flojas. No era la misma mujer. Se había convertido en la amante secreta, la posesión, la alumna sumisa de su propio deseo. Y lo más aterrador, mientras caminaba por el pasillo vacío, era descubrir que una parte de ella, la parte que había gritado su nombre contra el ébano pulido, no anhelaba ser nada más. El laberinto, comprendió, no estaba en la pantalla. Estaba en su piel, en su voluntad, y él era el único guardián de su centro.