Una enfermera entró apresuradamente, revisando un portapapeles. Se sobresaltó un poco cuando me vio despierta.
-Oh, ya despertó -dijo. Su voz era amable, pero sus ojos contenían una piedad pesada y sofocante-. Ha estado en coma durante dos días.
Dos días.
-¿Dónde está mi familia? -grazné. Mi garganta se sentía como si hubiera tragado papel de lija.
La enfermera dudó. Jugueteó con el goteo intravenoso, evitando mi mirada.
-Están... al final del pasillo -admitió finalmente-. En la suite presidencial.
-¿Isabel?
-La están tratando por shock -dijo la enfermera, su tono cuidadosamente neutral-. Y una abrasión menor en la rodilla.
Casi me reí, pero el espasmo me dolió demasiado en las costillas.
Shock.
Me había aplastado un letrero de neón, y mi hermana estaba en la suite presidencial por shock.
-Necesito caminar -dije.
-No debería...
-Necesito caminar.
Me obligué a levantarme. El dolor era cegador, blanco y candente, pero lo acogí. Me hacía sentir real.
Arrastré mi portasueros por el pasillo, las ruedas de metal chirriando contra el linóleo como un animal moribundo.
Los escuché antes de verlos.
Risas. Risas brillantes y despreocupadas.
La puerta de la suite presidencial estaba abierta.
Mi madre estaba pelando una uva. Mi padre estaba sirviendo vino.
Isabel estaba sentada en la cama, luciendo radiante con una bata de seda, sosteniendo la mano de Damián.
-Pobre bebé -arrulló mi madre-. Ese letrero podría haberte matado.
-Damián me salvó -dijo Isabel, mirándolo con adoración practicada-. Es mi héroe.
Damián le sonrió. Era una sonrisa suave. Del tipo que solía darme en la oscuridad, cuando pensaba que yo importaba.
-Siempre -dijo él.
Un mesero entró con un carrito. Una sopera de plata con sopa.
-Sopa de mariscos -anunció el mesero-. Con caviar.
Isabel arrugó la nariz. -No la quiero. Es demasiado pesada.
Levantó la vista y me vio de pie en la puerta, un fantasma roto con una bata de hospital.
Sus ojos se iluminaron con una malicia aguda y brillante.
-¡Oh, Sofía! -gorjeó-. ¡Estás despierta! Mira, Damián, está bien.
Damián se giró. Su expresión se endureció al instante, la calidez desapareciendo como si la hubieran apagado con agua helada.
-Estás caminando -señaló, su voz plana-. Claramente no tan herida.
-Isabel no quiere su sopa -dijo mi madre, agitando una mano con desdén-. Dásela a Sofía. Se ve pálida. Necesita la proteína.
Miré la sopa.
Cremosa. Rosada. Letal.
-Soy alérgica a los mariscos -dije en voz baja.
La habitación se quedó en silencio.
-No seas malagradecida -espetó mi padre, golpeando su copa de vino-. Cuesta mil pesos el tazón.
-Siempre ha sido quisquillosa -suspiró Isabel, reclinándose contra sus almohadas-. Igual que cuando se negó a comer las sobras en Navidad.
Damián me miró con asco. -¿Tu hermana te ofrece amabilidad y se la arrojas a la cara? Cómete la sopa, Sofía.
-Me matará -dije.
-Deja de ser dramática -dijo Damián, apretando la mandíbula-. Solo intentas llamar la atención porque la salvé a ella y no a ti.
Lo miré. Realmente lo miré.
-Tienes razón -dije, mi voz hueca-. Soy dramática.
Me di la vuelta y me alejé.
Navegué por los pasillos en una neblina, obligando a mi cuerpo roto a ir a la farmacia yo misma para conseguir mis analgésicos.
Más tarde, me senté junto a la fuente del hospital en el patio. El agua estaba fría y clara.
Solo quería cinco minutos de paz.
-Pareces un cadáver -dijo una voz.
Isabel estaba allí. Llevaba su bata de seda, fumando un cigarrillo delgado, luciendo completamente fuera de lugar contra el fondo estéril.
-¿Qué quieres, Isabel?
-Quiero que sepas que es mío -siseó. Se acercó, el humo saliendo de sus labios-. Me eligió a mí. Me salvó a mí. Tú solo fuiste un atropello en el camino.
-Lo sé -dije-. Puedes quedártelo.
-Mentirosa -escupió-. Todavía lo quieres. Lo veo en tus ojos.
-No quiero basura -dije.
Su rostro se contrajo, la bonita máscara resbalando.
Se abalanzó sobre mí.
Me agarró por los hombros y empujó.
Estaba débil. Mi equilibrio se había ido. No me quedaba nada con qué luchar.
Caí hacia atrás en la fuente de piedra.
El agua estaba helada.
Mi yeso la absorbió al instante, arrastrando mi brazo hacia abajo como un ancla.
Mis suturas se rasgaron.
Una nube de sangre roja floreció en el agua clara, arremolinándose como humo.
-¡Ayuda! -gritó Isabel.
Se rasgó su propia bata, se arañó el cuello con precisión maniática.
-¡Ayuda! ¡Está tratando de ahogarme!
Damián irrumpió en el patio.
Me vio en el agua. Vio la sangre.
Luego vio a Isabel gritando.
No preguntó. No pensó.
Corrió hacia Isabel.