Recogió el hilo principal, limpiando mi sangre con un pañuelo como si mi ADN fuera una enfermedad de la que no podía esperar para deshacerse.
Se lo entregó a Isabel.
-Toma -dijo suavemente-. Vuelve a donde pertenece.
Isabel lo apretó contra su pecho, llorando teatralmente. -Gracias, mi amor. Tenía tanto miedo de haberlo perdido para siempre.
Damián se volvió hacia mi padre, su rostro una máscara de fría indiferencia.
-¿Cuál es el castigo por robo en la familia Villarreal? -preguntó.
Mi padre se ajustó las mancuernillas, aburrido. -El látigo. Diez latigazos por cada veinte mil pesos de valor.
-Esta pulsera no tiene precio -dijo Damián, sus ojos fijos en los míos-. Representa mi vida.
-Cincuenta latigazos -decidió mi padre.
Me quedé helada.
Cincuenta.
Mi espalda ya era un mapa de cicatrices de palizas infantiles. Cincuenta latigazos con la correa de cuero de la familia me arrancarían la piel del hueso. Podría matarme.
-No -susurré. Intenté arrastrarme hacia atrás en el suelo resbaladizo, mis tacones deslizándose en el desastre-. La abuela me dio las piedras. Por favor.
-Sigues mintiendo -dijo Damián. Miró a los guardias-. Llévenla al sótano.
Me sacaron a rastras.
No grité entonces. Lo guardé para el calabozo.
Me encadenaron las muñecas a la tubería del techo. Mis dedos de los pies apenas tocaban el concreto, dejándome colgada como un trozo de carne.
Mi padre no lo hizo él mismo. Tenía mano pesada, pero no le gustaba sudar en su esmoquin.
Hizo un gesto al sicario.
El primer latigazo golpeó.
Se sintió como un alambre fundido cortando mi vestido y mi carne.
Me mordí el labio hasta que sangró, saboreando el cobre.
Uno.
Dos.
Tres.
El cuero se enroscó alrededor de mis costillas, cortando mis brazos mientras intentaba girar.
A los diez, mi vestido estaba hecho jirones.
A los veinte, estaba gritando.
Damián estaba en la esquina. Tenía la mano sobre los ojos de Isabel, presionando su rostro contra su pecho para que no tuviera que ver la brutalidad que ella había orquestado.
-No mires, Bella -le oí decir, su voz ahogada por el zumbido en mis oídos-. Es feo.
Yo era la cosa fea. Yo era el monstruo al que estaban sacrificando.
Treinta.
Empecé a disociarme. Floté fuera de mi cuerpo, suspendida cerca del techo húmedo. Observé a la chica colgada de las cadenas. Parecía tan pequeña. Tan rota.
Cuarenta.
Dejé de hacer ruido. Mi garganta estaba en carne viva, mis pulmones vacíos.
Cincuenta.
El sicario se detuvo.
Me desencadenaron. Me desplomé en el suelo, un montón de carne cruda y seda arruinada.
-Déjenla pudrirse aquí esta noche -dijo mi padre.
Se fueron. La pesada puerta de metal se cerró de golpe, sellándome en la oscuridad.
Yací en la oscuridad durante una hora, esperando que el sangrado disminuyera, temblando mientras el shock se apoderaba de mí.
Luego, dolorosamente, centímetro a centímetro, me arrastré.
Subí las escaleras a rastras. Me arrastré hasta las habitaciones de los sirvientes, donde guardaba un botiquín de primeros auxilios escondido bajo una tabla suelta del suelo.
Me senté en el borde de un catre, con aguja e hilo en mis manos temblorosas.
No podía alcanzar mi espalda. Era una ruina que no podía arreglar.
Tuve que coser lo que podía alcanzar -mis brazos, mis hombros, donde el látigo se había enroscado- y vendar el resto con fuerza con gasa para detener la sangre.
Mi teléfono vibró.
Estaba en el suelo donde lo había dejado caer.
Un mensaje de Isabel.
*Archivo adjunto: Foto.*
Eran ella y Damián. Estaban en la parte trasera de una limusina. Él le estaba besando el cuello. Ella sostenía la pulsera hacia la cámara, los diamantes captando la luz.
*Dice que sé a fresas*, decía el pie de foto. *¿A qué sabes tú, hermana? ¿A sangre y fracaso?*
No respondí.
No sentí ira.
No sentí nada.
El dolor en mi espalda era un rugido sordo, un muro de ruido blanco que ahogó lo último de mi amor por ellos.
Empaqué una sola maleta de lona.
El mayordomo me encontró una hora después.
-Su padre dice que debe permanecer en las habitaciones del sótano hasta que se vaya a Cancún -dijo, negándose a mirarme a los ojos. Si por lástima o asco, no podría decirlo-. No se le permite entrar en la casa principal.
-Bien -dije, mi voz un graznido.
-Y se va en dos días.
-Lo sé -dije.
Cerré la cremallera de la maleta.
Dos días.
Podía sobrevivir dos días en el infierno si eso significaba que nunca tendría que volver.