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La novia no deseada se convierte en la reina de la ciudad
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Capítulo 5

POV Sofía Villarreal

El tiempo no existe en la oscuridad. No sabía si habían pasado horas o días. Solo sabía que el entumecimiento se había extendido desde mis extremidades y ya no sentía los dedos de los pies.

El pesado clic del cerrojo rompió el silencio. La puerta se abrió.

La luz inundó el lugar, violenta y cegadora. Apreté los ojos, retrocediendo ante la intrusión.

Damián estaba en la puerta, una silueta afilada recortada contra las duras luces fluorescentes del pasillo. Entró, el clic de sus zapatos de vestir resonando en los cajones de acero. No miró los cuerpos almacenados a nuestro alrededor. Solo me miró a mí.

Estaba acurrucada en la esquina, con las rodillas pegadas al pecho, los labios azules y temblando incontrolablemente.

-¿Te has arrepentido? -preguntó.

Su voz era tranquila, resonando en el metal frío. Lo miré, entrecerrando los ojos.

Vi la arrogancia en su postura. Vi la certeza absoluta y aterradora de que él era justo.

Podría haberle escupido. Podría haber gritado la verdad una última vez: que era inocente, que él era un tonto.

Pero estaba cansada. Increíblemente cansada.

-Sí -grazné. Mi voz era apenas un susurro, destrozada por el frío-. Me equivoqué.

-¿Equivocada en qué? -insistió, acercándose.

-En todo -dije, mis dientes castañeteando-. Me equivoqué al amarte. Me equivoqué al pensar que valía la pena salvarte.

Frunció el ceño, su mandíbula se tensó. Esa no era la respuesta que esperaba, pero era la sumisión que requería.

-Levántate -ordenó.

Lo intenté. Mi cerebro envió la señal, pero mis piernas se negaron a obedecer. Eran peso muerto.

Dudó una fracción de segundo, luego se agachó y me levantó por mi brazo sano. Su agarre era de hierro, y su toque quemó mi piel congelada como fuego.

Me arrastró fuera de la morgue, lejos del olor a formol y muerte.

-Vuelve a tu habitación -dijo, soltándome una vez que estuvimos en el pasillo más cálido-. Límpiate. La Gala es esta noche.

-No voy a ir -logré decir, apoyándome en la pared para sostenerme.

-Sí irás -dijo, su tono no dejaba lugar a discusión-. Isabel quiere que su hermana esté allí.

Me tambaleé de regreso a mi habitación, usando las paredes para mantenerme erguida.

Tomé una ducha hirviendo, frotando mi piel hasta dejarla en carne viva, tratando de lavar el frío de la morgue y la sensación persistente de su mano en mi brazo.

Cuando salí, miré la habitación.

Estaba llena de él.

Fotos nuestras de la infancia, sonriendo antes de que el peso del negocio familiar lo aplastara. La rosa seca de la vez que me visitó en el hospital cuando tenía doce años. El diario encuadernado en cuero donde escribí sobre "Siete".

Agarré una bolsa de basura resistente.

Lo metí todo dentro.

Las fotos en sus marcos de plata. Los pétalos de rosa desmoronados. El diario lleno de secretos que nunca leería.

No lloré. Simplemente limpié los estantes con una eficiencia robótica.

Salí al ascensor de servicio, evitando al personal, y llevé la bolsa al contenedor detrás de la cocina.

La levanté y la arrojé dentro.

Aterrizó con un golpe pesado y final entre los restos de la cocina.

-¿Qué estás haciendo?

Damián. Otra vez.

Estaba acompañando a Isabel desde el coche hasta la entrada trasera, probablemente evitando a los paparazzi de enfrente. Miró el contenedor. Vio el marco plateado de una foto asomando del plástico negro. Era una foto nuestra, tomada hace años en la casa del lago.

Sus ojos se abrieron ligeramente, la máscara del Jefe resbalando por un instante.

-Basura -dije, mi voz plana-. Solo sacando la basura.

Isabel se rió, completamente ajena a la tensión que crepitaba en el aire. -Damián, vamos. Necesito prepararme para mi cumpleaños. Deja de mirar la basura.

Damián no se movió. Miró la foto en la suciedad. Por un segundo, pareció inquieto, como si estuviera viendo una parte de sí mismo pudrirse.

-¿Estás tirando... todo? -preguntó en voz baja.

-Estoy haciendo espacio -dije.

-¿Para qué?

-Para una vida sin ti.

Me di la vuelta y volví a entrar antes de que pudiera responder.

Esa noche, la Gala fue un espectáculo de oro y terciopelo, una exhibición del poder de los Montenegro disfrazada de fiesta de cumpleaños.

Me quedé en las sombras del salón de baile, con un vestido negro de manga larga, de cuello alto y severo, para ocultar mis vendajes y los moretones que florecían en mi piel.

Todos miraban a Isabel.

Llevaba una tiara. Una tiara de diamantes literal.

Mis padres estaban a cada lado de ella, radiantes de orgullo, ignorando a la hija que estaba en la oscuridad.

-Esta noche -anunció mi padre al micrófono, su voz retumbando-, celebramos no solo el cumpleaños de mi hija, sino el futuro de nuestra familia.

Hizo un gesto hacia un lado.

Damián subió al escenario. Con su esmoquin, bajo los candelabros, parecía un rey.

Sacó una pequeña caja de terciopelo negro de su bolsillo.

La sala jadeó colectivamente.

La abrió.

Un enorme anillo de diamantes captó la luz, fracturándola en mil arcoíris.

-Isabel -dijo, su voz amplificada por los altavoces, suave y dominante-. ¿Me harías el hombre más feliz de la Ciudad de México? ¿Serías mi esposa?

Isabel chilló, tapándose la boca con las manos. -¡Sí! ¡Sí!

Le echó los brazos al cuello y lo besó. La multitud estalló en vítores. Los corchos de champán sonaron como disparos.

Los observé.

Clavé mis uñas en mis palmas hasta que sentí el cálido y resbaladizo rastro de sangre.

Fue el último clavo en el ataúd.

Damián Montenegro estaba comprometido con la mujer que me robó la vida.

Y yo solo era el fantasma que acechaba la boda.

Pero los fantasmas tienen una ventaja.

Pueden atravesar paredes.

Y cuando nadie mira, pueden desaparecer.

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