Dos días después de que Teo se fuera, comenzó el dolor. No eran dolores de parto. Era una sensación de ardor en mis entrañas, como si hubiera tragado carbones calientes.
Golpeé la puerta. -¡Ayuda! ¡Algo está mal!
Nadie vino.
Horas después, la puerta finalmente se abrió. Pero no era ayuda.
Era la madre de Teo, Lidia, y la madre de Elena, una mujer amargada llamada Carol. Detrás de ellas estaba el padre de Teo, el antiguo Alfa Marcos.
-Deja de gritar -espetó Lidia, entrando en la pequeña habitación. Sostenía un pañuelo sobre su nariz como si yo oliera a basura.
-Mi bebé -jadeé, agarrándome de la pared para sostenerme-. Necesito un doctor.
-No hay bebé -dijo Lidia fríamente.
Me congelé. -¿Qué?
-Sabemos la verdad -gruñó Marcos, dando un paso adelante. Era un hombre grande, sus músculos aún gruesos a pesar de su edad-. Teo es demasiado blando. Trató de protegerte. Pero sabemos lo que cargas.
-El bastardo de un Rogue -siseó Carol, sus ojos brillando con malicia-. Justo como dijo mi hija. Trataste de endosárselo a Teo, ¿verdad? Zorra.
-¡No! -grité-. ¡Es de Teo! ¡Elena mintió! ¡Ella es la que carga al hijo del Rogue!
-¡Mentiras! -Lidia dio un paso adelante. Llevaba elegantes guantes de cuero-. Mi hijo tiene sangre pura. Nunca engendraría a un debilucho como la cosa dentro de ti. Puedo olerlo, Aria. Huele a podredumbre.
Me abofeteó.
El dolor fue cegador. No fue solo la fuerza del golpe. Su guante... quemaba. Mi piel chisporroteó donde me golpeó.
-Plata -jadeé, cayendo de rodillas. Había tejido polvo de plata en el cuero. Para un lobo, la plata es veneno. Interrumpe nuestra curación y causa agonía.
-Estamos purificando la manada -declaró Marcos-. No podemos permitir que un engendro de Rogue nazca en nuestra tierra.
-Levántenla -ordenó Lidia.
Dos guerreros que no reconocí entraron corriendo. Me agarraron por el cabello y los brazos, arrastrándome por el suelo áspero.
-¡No! ¡Por favor! -Luché, pateando y arañando-. ¡Lo están matando! ¡Están matando a su nieto!
-¡Es una abominación! -Marcos me pateó en las costillas.
Escuché un crujido. Un dolor blanco y caliente explotó en mi costado. Grité, un sonido que desgarró mi garganta en carne viva.
Me arrastraron fuera de la casa, hacia el patio. Estaba lloviendo. El agua fría se mezclaba con la sangre que corría por mi rostro.
-Tírenla más allá de la frontera -ordenó Lidia-. Dejen que muera en el bosque con los otros Rogues.
Me arrastraron hacia las puertas de hierro. Mi visión se estaba nublando. El dolor en mi estómago era insoportable. Podía sentir la vida dentro de mí desvaneciéndose, el pequeño latido del corazón disminuyendo.
*Mamá...* una voz débil y diminuta resonó en mi mente. Era mi cachorro. Estaba muriendo.
*¡No, quédate conmigo!* grité mentalmente. *¡Resiste!*
Los guardias me arrojaron al asfalto justo afuera de las puertas de la manada. Aterricé duro sobre mi estómago.
-Y no vuelvas -escupió Marcos, parado al otro lado de los barrotes.
La oscuridad se estaba cerrando. La lluvia golpeaba contra mi espalda. Iba a morir aquí. Mi bebé iba a morir aquí.
Había enviado el mensaje hace días. ¿Había fallado? ¿Jaime me había abandonado también?
Entonces, el suelo tembló.
No era un trueno. Era el sonido de motores. Docenas de ellos.
Rugiendo por la carretera, una flota de vehículos blindados frenó con un chirrido. Habían atravesado tres fronteras estatales para llegar aquí. El auto líder, un camión masivo de grado militar, se estrelló directamente a través de las puertas de hierro de la Manada Rosa Negra, enviando metal volando.
Marcos y Lidia retrocedieron tropezando de terror.
Una figura saltó del camión antes de que siquiera dejara de moverse. Era un gigante de hombre, irradiando un aura tan poderosa que se sentía como si el sol hubiera descendido a la tierra. Sus ojos brillaban con un oro furioso y fundido.
El Rey Alfa Jaime.
No miró a los guardias. No miró a los padres de Teo. Corrió directo hacia mí, cayendo de rodillas en el lodo.
-¡Aria! -Su voz fue un rugido de puro pánico. Me recogió en sus brazos, ignorando la sangre y el lodo.
-Papá... -susurré, la palabra escapándose. Nunca lo había llamado así antes.
-Estoy aquí -gruñó, lágrimas corriendo por su rostro-. La tormenta retrasó los helicópteros. Conduje. Conduje tan rápido como pude. -Miró hacia Marcos, y la intención asesina que explotó de él hizo que el antiguo Alfa cayera de rodillas, forzado hacia abajo por el puro peso del poder de Jaime.
-¡Si ella muere -bramó Jaime, su voz sacudiendo los cimientos mismos de la Casa de la Manada-, los masacraré a cada uno de ustedes!
Miré su rostro una última vez. Entonces, el dolor se volvió demasiado, y el mundo se fue a negro.