-¡Guardias! -rugió, ya llevando a Ximena por la puerta-. ¡Aseguren esta habitación! ¡No la dejen salir ni contactar a nadie!
Dos figuras corpulentas con trajes oscuros se materializaron de inmediato, bloqueando la entrada. Mi corazón se hundió. Eran la seguridad privada de Bruno, leales solo a él. Mi teléfono, todavía apretado en mi mano, fue arrancado, arrojado contra la pared, haciéndose añicos en una docena de pedazos. La pequeña tarjeta SIM, mi única evidencia, probablemente estaba arruinada. Toda mi prueba, toda mi ventaja, desaparecida.
-¡No puedes hacer esto! -grité, mi voz ronca-. ¡Esto es confinamiento ilegal! ¡Tengo derechos!
Los guardias permanecieron estoicos, sus rostros impasibles. Simplemente se quedaron allí, centinelas silenciosos de mi cautiverio. Mis protestas se desvanecieron en el silencio estéril de la habitación. Estaba completamente sola, encarcelada, mi voz no escuchada, mi verdad aniquilada.
Una semana después, la puerta se abrió de nuevo. No era Bruno, no era Ximena, sino un hombre de rostro severo con un traje a medida, uno de los asistentes principales de Bruno. Sostenía una tableta en la mano, sus ojos fríos y desprovistos de emoción.
-Señora Garza -comenzó, su voz formal-, el señor Garza solicita su presencia para un ritual de limpieza espiritual. Es para la recuperación de la señorita Cantú y el bienestar continuo de los gemelos. El Maestro cree que su participación es esencial para purificar las energías del hogar.
Una limpieza espiritual. Para su bienestar. Ni una palabra sobre mí, sobre mis heridas, sobre mi vida destrozada. La pura arrogancia, la crueldad implacable, era impresionante. Me negué, por supuesto, pero mi negativa fue recibida con un sombrío silencio. Sin otra palabra, dos nuevos guardias entraron, me levantaron de la cama y, medio llevándome, medio arrastrándome, me sacaron del hospital, ignorando mis gritos de dolor.
Condujeron durante horas, las luces de la ciudad desvaneciéndose en el interminable tramo de la autopista, luego un sinuoso camino sin pavimentar. Nos detuvimos en la base de una imponente montaña, envuelta en niebla. Mi cuerpo, aún sanando, gritaba con cada sacudida de la suspensión. Los guardias me sacaron, mis piernas cediendo bajo mi peso.
-¿Qué es este lugar? -exigí, mi voz débil.
Mi pregunta fue respondida por un tono de llamada discordante. Uno de los guardias respondió, sosteniendo el teléfono en su oído, luego haciendo una mueca. Me lo tendió. Bruno.
-Amelia -su voz, distorsionada por la mala recepción, era escalofriantemente tranquila-. El Maestro ha instruido que debes ascender esta montaña sagrada. Cada paso, una reverencia. Una limpieza de tu espíritu, una penitencia por la discordia que has traído a nuestro hogar. Por la recuperación de Ximena y por la salud de mis hijos.
La sangre me hirvió. -¡No lo haré, Bruno! ¡No me degradaré por tu retorcido Maestro y tus mentiras!
Su voz se endureció. -Piensa en las rosas de tu madre, Amelia. Las semillas que atesoras. El último vestigio de su memoria. Son bastante vulnerables, ¿no es así?, a la intemperie. Una helada repentina, un desafortunado accidente...
Se me cortó la respiración. No lo haría. Pero sabía que lo haría. Había destruido mi jardín una vez; no dudaría en destruir el último vínculo con mi pasado. -Monstruo -susurré, las lágrimas nublando mi visión.
La línea se cortó.
Mi corazón se sintió entumecido, reemplazado por un peso frío y plomizo. Los guardias me soltaron, señalando hacia el empinado y rocoso sendero. Cada paso era una agonía, cada reverencia un dolor abrasador mientras mi cuerpo magullado raspaba contra la piedra áspera. Mis heridas, aún en carne viva, se abrían con cada genuflexión, la sangre filtrándose a través de mi ropa delgada. Me movía mecánicamente, una marioneta en hilos, mi mente desconectada de la brutal realidad de mi tormento físico.
Cuando flaqueaba, uno de los guardias, sin una palabra, me agarraba la cabeza y la golpeaba contra los escalones de piedra, un crujido nauseabundo resonando en el silencio. -Las instrucciones del patrón -gruñía, su rostro impasible-. Sin atajos en la penitencia.
Horas después, con el sol ya hundiéndose bajo el horizonte, llegué a la cima. Mi cuerpo era una masa de heridas crudas y sangrantes, mi rostro surcado de tierra y lágrimas. Mi ropa estaba rota, mi piel erosionada. Me quedé allí, tambaleándome, un recipiente roto y vacío.
Bruno y Ximena esperaban, flanqueados por el Maestro, que me observaba con una sonrisa inquietante y cómplice. Bruno, al verme, frunció el ceño, un destello de algo, quizás preocupación, en sus ojos. Dio un paso vacilante hacia adelante.
-Bruno -dije, mi voz ronca, desconocida incluso para mí. Había usado su nombre completo, una cruda desviación del cariñoso apelativo que una vez le reservé-. ¿Qué más quieres?
Hizo una mueca, un sutil cambio en su comportamiento por lo demás compuesto. Ximena, viendo su oportunidad, se apresuró hacia adelante, una imagen de frágil gratitud. -Oh, Amelia, gracias -dijo con voz melosa, agarrando el brazo de Bruno-. Ya me siento mucho mejor. El Maestro dice que tus esfuerzos han purificado el aire.
Quería golpearla de nuevo, borrar esa sonrisa de suficiencia y falsa gratitud de su rostro. Pero estaba completamente agotada, demasiado cansada para siquiera levantar la mano. Simplemente me di la vuelta para irme, necesitando escapar de la sofocante hipocresía de su presencia.
Justo en ese momento, una alarma estridente y penetrante sonó desde un monitor cercano. Una voz crepitó a través de un altavoz: «¡Advertencia! ¡Se detectó un desprendimiento de rocas inestable! ¡Busquen refugio inmediato!».
Una enorme roca, desprendida por las vibraciones, vino rodando por la ladera de la montaña, directamente hacia nosotros. El caos estalló. La gente gritaba, dispersándose en todas direcciones.
Bruno, sin pensarlo dos veces, empujó a Ximena detrás de él, protegiéndola con su cuerpo. Era su protector, su héroe. Pero mientras se abalanzaba para salvarla, su brazo se balanceó ampliamente, golpeándome en el pecho. El impacto me envió volando hacia atrás, desequilibrada, directamente en el camino del proyectil que se aproximaba. Mi cabeza golpeó el suelo con un ruido sordo y nauseabundo, y luego, todo se volvió negro. Lo último que oí fue el estruendoso choque de la roca y el grito distante de Bruno, no de mi nombre, sino del de Ximena.