Él no gritó. No maldijo. Solo miró la mancha como si acabara de presenciar un crimen de guerra. Pero fue el destello en sus ojos grises -una fracción de segundo donde pareció más humano que nunca- lo que me dejó sin aire. ¿Era... dolor?
-Señorita Reed -dijo, limpiándose con un pañuelo de lujo que seguramente costaba más que mi salario semanal-, esto es una declaración de guerra.
Sus ojos grises se clavaron en mí, y por un segundo, creí ver algo más que furia: el mismo pánico que yo sentía cuando, a los 16 años, rompí sin querer el jarrón Ming de mi madrina. Ese instante de "Dios mío, esto no tiene arreglo" que te paraliza el alma.
A mis espaldas, el practicante de arquitectura sofocó un estornudo que sonó sospechosamente a risa. Parker lo fulminó con la mirada, y el silencio que siguió fue tan denso que hasta el aire acondicionado pareció apagarse.
Lo peor fue que no era un accidente.
Tres meses después, el olor a frambuesa artificial aún me perseguía. O quizás era solo que Parker Donovan había empezado a colonizar mis sentidos igual que ese maldito glitter se aferraba a sus trajes. Ahora, en Le Jardin, el aroma a café y estrés se mezclaba con su colonia, como si el universo se burlara de mí.
El aire en Le Jardin olía a espresso cargado y a la desesperación silenciosa de quienes saben que el mundo está a punto de descarrilar. Chef Pierre -cuyo bigote parecía una advertencia de "peligro: francés temperamental"- dejó caer el contrato sobre la mesa como si fuera un testigo incómodo en un juicio.
Parker reaccionó primero. Con esa precisión de cirujano que lo hacía tan irritante, deslizó una foto hacia el chef.
-Propuesta uno: Canapés de trufa negra y caviar beluga -declaró, como si estuviera anunciando la paz mundial en lugar de bocadillos-. Sofisticación pura.
No pude evitar lanzarle una mirada que decía "claro, porque nada grita amor como huevos de pescado a mil dólares la cucharada". Saqué mi teléfono y proyecté mi contraataque:
-Propuesta dos: Puesto de tacos al pastor y churros rellenos -solté, haciendo desfilar imágenes de una fiesta callejera en México donde todos, incluido un perro con sombrero, bailaban-. Diversión pura.
El chef observó ambos menús como si estuviera eligiendo entre la guillotina y la horca.
-Mes amis... -susurró, sacando otro documento con el aire de quien muestra un diagnóstico terminal-. La novia ya eligió.
Parker no miró el contrato. Me miró a mí. Como si yo fuera la culpable. Como si, en algún universo alternativo, yo pudiera ser su cómplice en lugar de su enemiga.
Nos inclinamos al unísono, nuestras cabezas a solo centímetros de colisionar.
-¡Un food truck de donas gigantes! -exclamé, sintiendo cómo mi alma abandonaba mi cuerpo.
-Veganas -aclaró el chef, con el mismo tono que usaría para decir "contagiado de peste bubónica".
Parker cerró los ojos. Respiró hondo. Durante un segundo, pensé que iba a recitar el Padrenuestro.
-Donas. -La palabra salió de sus labios como un epitafio-. Esto es una boda, no el cumpleaños de un niño de cinco años.
-Peor -musité, señalando la letra pequeña-. Donas de aguacate y espirulina.
El silencio que siguió fue tan denso que hasta el cloc-cloc de los tacones de Vivien en el pasillo se detuvo, como si el universo mismo contuviera la respiración.
La expresión de Parker -una mezcla de horror, incredulidad y "dios mío, voy a estrangular a alguien"- valía más que mi depósito de alquiler.
El resto de la mañana transcurrió entre mediciones absurdamente precisas y miradas asesinas.
Parker usaba la cinta métrica como si midiera un cadáver en una escena del crimen. Yo, por mi parte, fingía tomar notas mientras en realidad esbozaba un meme de él con cara de "odio todo lo que representas".
Tropecé "accidentalmente" con la alfombra.
El tropiezo fue "accidental". Su reacción no.
En un instante, me atrapó contra la pared, su cuerpo convirtiéndose en mi única barrera contra el suelo.
-¿Siempre eres así de torpe -susurró, su aliento caliente rozándome la oreja-, o solo cuando estoy cerca?
Su mano en mi cintura quemaba a través del terciopelo. Su colonia -café amargo y libros viejos- me envolvió. Y entonces lo vi: mi glitter en su cuello, brillando como una constelación privada.
¿Qué más de mí habría invadido su territorio?
Imaginé mis uñas arañando ese traje, mis labios dejando marcas más permanentes que el brillo...
-¿Algo te divierte? -su voz me arrancó del ensueño.
Sus ojos grises bajaron a mis labios. Mentí:
-Solo pensaba en lo mucho que odio tu corbata.
Nuestras miradas chocaron. Por un segundo, su respiración se agitó, sus pupilas se dilataron. Luego, como si se arrepintiera, se apartó bruscamente.
-No querrás que la novia piense que esto es parte del paquete de decoración -dijo.
Él se ajustó el nudo, sin ver el glitter que seguía ahí. Yo me marché, preguntándome por qué mi corazón latía tan fuerte por un destello minúsculo en el hombre que juré odiar.
Pero ya era tarde.
Por primera vez, había visto al hombre detrás del traje.
Al mediodía, encontré refugio en The Grind, donde Bethany ya había ocupado nuestra mesa habitual con dos martinis y una sonrisa de comadreja.
-¡No puedo creer que Serena Winthrop quiera un pastel con forma de su gato sphynx! -escupió Bethany entre risas, haciendo que su matcha latte bailara peligrosamente cerca del borde de la mesa-. ¡Esa cosa parece una bolsa de arrugas con ojos!
La frase me transportó al día que conocí a Serena:
Ella entraba al Ritz Y supe que la adoraría para siempre.
El aire en el Ritz olía a champagne derramado y a mentiras caras. Yo estaba a punto de renunciar a mi primer evento con los Winthrop cuando ella irrumpió en el salón con un vestido de skulls.
Yo intentaba no vomitar del nerviosismo, y su primer gesto fue robarme el libro de muestras para dibujar un pastel con forma de su esfinge. -Los Winthrop son como el champagne: burbujeantes por fuera, ácidos por dentro-, me susurró.
-¡Tú debes ser la nueva víctima! -exclamó-. ¿Vas a sugerir otra vez ese satén color blanco aburrido?
Su madre, Vivien, palideció como si le hubieran escupido en el caviar.
-Serena, cariño, esto es una boda-dijo con voz de hielo.
-No, mamá. Es mi boda -replicó Serena, y entonces me lanzó una mirada cómplice-. Y esta pobre alma acaba de darse cuenta de que trabajar para los Winthrop es como meter las manos en un nido de víboras.
No pude evitarlo. Solté una carcajada.
-El satén es para el mantel, no para el vestido -confesé, señalando el diseño que realmente había escondido bajo la mesa: un boceto de un vestido corto con estampado y tacones de glitter-. Pero esto requeriría que tu madre llega oxígeno extra.
Serena miró el dibujo, luego a mí, y entonces hizo algo inesperado: se echó a llorar.
-¡Por fin alguien que no me dice que sea una dama! -sollozó, abrazándome con fuerza-. Abbi, ¿verdad? Te quiero. Cambiemos todo: quiero flores de papel de comics y un pastel con forma de mi gato calvo.
Fue entonces cuando supe: esta mujer era mi alma gemela en caos.
Y también cuando entendí por qué Vivien me pagaría el triple por aguantarla.
Me hundí en la silla, rodeada por las migajas de mi cuarto croissant.
-Lo peor es que el "Señor Armani" apoya lo del caviar -gemí-. Como si el mundo no tuviera suficientes razones para odiarlo.
Bethany, mi mejor amiga desde que nos conocimos en una clase de yoga (y ambas fingimos un desmayo para escapar) y además compañeras de trabajo, alzó una ceja con esa expresión que siempre me delataba.
-Mmmh... suenas como si quisieras estrangularlo... o desabrocharle ese botón del cuello que siempre lleva tan apretado-.
-Abbs, ese hombre te tiene tan tensa como una cuerda de violín. ¿Seguro que solo es odio lo que sientes?
-¡Sí! -mentí, recordando cómo su pulgar se había movido casi imperceptiblemente sobre mi costado al sostenerme-. Odio puro.
Tragué mi martini de un golpe. El alcohol no borraría la memoria de cómo sus dedos se habían aferrado a mi cintura horas antes, como si temiera que me rompiera... o como si no pudiera soltarme.
-Odio con química sexual no resuelta -canturreó Beth, dibujando un corazón con la espuma de su matcha latte-. Como en segundo grado, cuando le ponías cola a la silla del niño que te gustaba.
-No era cola -refunfuñé-. Era glitter. Y él se lo merecía por robarme mi lápiz favorito.
-Ajá. -Su sonrisa era de gata satisfecha-. ¿Y por qué crees que Parker te saca de quicio? ¿Será porque, oh no sé, te "pone" de quicio?
-¡Qué va¡-dije más alto de lo que pretendía.
-Mmmh... -canturreó, señalando mi rubor con su cuchara-. ¿Sabes qué necesitas?
-¿Un exorcista?
-Otro martini. Y contarme cada vez que ese arquitecto te mire como si quisiera estrangularte... o besarte.