Parker se quedó petrificado, como una estatua romana salpicada de pintura radiactiva. Abbi, en lugar de disculparse -como cualquier ser humano medianamente civilizado-, se inclinó y recogió los restos del cupcake con una servilleta que ya tenía manchas sospechosamente azules.
-¿Eso era un postre o un arma química? -preguntó Parker, con una voz gélida que podría congelar el infierno.
-Las dos cosas -respondió Abbi, lamiendo el glaseado de su dedo con una sonrisa felina-. Como yo: dulce por fuera, peligrosa por dentro.
Parker no sonrió. Pero sus ojos, un gris glacial que prometía una venganza lenta y dolorosa, se clavaron en la etiqueta de la caja de cupcakes: Reed Dreams. Bodas y Desastres Personalizados.
-¿Reed? -masculló, como si la palabra le provocara urticaria.
-Abbi Reed. Encantada de arruinarte la camisa. Y posiblemente la vida.
El silencio que siguió fue tan denso que se podía cortar con el cuchillo de fondant que asomaba del bolso de Abbi. A su alrededor, el murmullo de la galería se intensificaba, como un enjambre de abejas atraído por el desastre.
Parker respiró hondo. Uno. Dos. Cualquiera que lo conociera sabía que ese era su ritual pre-estrangulamiento.
-Señorita Reed -dijo, con una voz que habría hecho temblar a un general-, ¿sabe qué tienen en común su cupcake y su actitud?
Abbi, ajena al peligro inminente, se pasó la lengua por la muñeca, saboreando el glaseado.
-¿Que son irresistibles?
-Que deberían ser ilegales -espetó él, señalando la mancha en su camisa como si fuera una prueba irrefutable-. En al menos siete países.
Ella soltó una carcajada, un sonido deliciosamente irreverente que resonó en la galería.
-Apuesto a que tú también, arquitecto.
Y entonces, como si el universo quisiera asegurarse de que la humillación de Parker fuera completa, el cupcake -aparentemente inerte en la mano de Abbi- comenzó a gotear sobre su reloj de pulsera. Un reloj suizo, de edición limitada, que probablemente costaba más que el PIB de un pequeño país insular.
El tic-tac se detuvo.
Literalmente.
Las manecillas congeladas en el instante preciso en que sus miradas se encontraron. La de él, un poema de horror contenido; la de ella, una chispa de fascinación perversa.
Abbi bajó la mirada hacia el reloj, luego hacia Parker, y finalmente hacia la mancha verde neón que se extendía inexorablemente sobre la seda italiana.
-Mierda -murmuró, sin una pizca de arrepentimiento-. ¿Crees que aceptan fianzas en forma de cupcakes?
Parker se quedó sin habla.
Aturdido.
Derrotado.
Porque en ese momento, rodeado del caos, el aroma a vainilla y el brillo radiactivo del glaseado, cometió un error imperdonable para un hombre de su control: imaginó a Abbi Reed, con su sonrisa de gato travieso y sus dedos manchados de glaseado, en su cama.