/0/17550/coverbig.jpg?v=f72572d8c6defb8a4e5bc6fee90f947e)
Esa noche no pude dormir. Las iniciales I.C. y la caja vacía daban vueltas en mi cabeza.
Al día siguiente, llamé a Iván. Necesitaba respuestas, o al menos, necesitaba emborracharme para olvidar.
Nos encontramos en un bar ruidoso en la Zona Rosa. Pedí un tequila tras otro, el alcohol quemando mi garganta pero no el dolor en mi pecho.
Le conté todo, excepto lo del encendedor. Le hablé del distanciamiento de Luciana, de la puerta cerrada con llave, de mi sensación de que algo andaba mal.
Iván me escuchó con atención, poniendo una mano reconfortante en mi hombro.
"Hermano, estás estresado", me dijo. "Un ascenso, un bebé en camino... es mucha presión. Y las mujeres embarazadas, ya sabes cómo se ponen. Dale su espacio."
Sus palabras sonaban lógicas, pero no me calmaban.
"Quizás necesitas relajarte de verdad", continuó, su voz bajando a un susurro conspirador. "Conozco a una chica, una escort. Es muy profesional. Solo para hablar, para desahogarte. Te hará sentir mejor."
"¡No!", lo corté de inmediato. "Jamás le haría eso a Luciana. La amo."
Iván levantó las manos en señal de rendición. "Tranquilo, solo era una sugerencia. Vamos, otra ronda."
Seguimos bebiendo. La música era un estruendo, las luces de neón se mezclaban con el humo. Lo último que recuerdo es a Iván ayudándome a salir del bar, sosteniéndome mientras el mundo giraba a mi alrededor.
A la mañana siguiente, me desperté con un dolor de cabeza punzante. La luz del sol se filtraba por una ventana que no era la mía.
Estaba en una habitación de hotel. Y no estaba solo.
Una mujer que no conocía dormía a mi lado, desnuda.
El pánico me invadió. ¿Qué había hecho? No recordaba nada.
En ese preciso instante, la puerta de la habitación se abrió de golpe.
Eran mis padres. Habían venido de sorpresa desde el pueblo para celebrar mi ascenso. Y detrás de ellos, estaba Luciana.
Su rostro se contrajo en una máscara de horror y traición. Se llevó una mano al vientre y soltó un grito ahogado.
"¡Max! ¿Cómo pudiste?"
Luego, sus ojos se pusieron en blanco y se desplomó en el suelo.
Todo fue un caos. Mis padres gritando, yo intentando cubrirme, la mujer desconocida despertando confundida.
Llevamos a Luciana al hospital. La noticia fue devastadora: había perdido al bebé.
El dolor fue indescriptible. No solo había perdido a mi hijo, sino que lo había perdido por mi culpa. Había traicionado a mi esposa, la había humillado frente a mis padres.
Roto, devastado y presionado por ambas familias, firmé el documento que el abogado de Luciana me puso delante. Un acuerdo de separación de bienes.
Decía que si volvía a serle infiel, renunciaría a todo: la casa, los ahorros, todo.
Firmé sin dudar. Era lo mínimo que podía hacer. Me sentía atrapado, hundido en un pozo de culpa del que no veía salida.