La foto llegó sin previo aviso, un golpe visual que me dejó sin aire.
Era un número desconocido. La abrí.
Mateo.
Besaba a otra mujer con una pasión que yo creía reservada para mí. Estaban en Chile, en uno de sus tantos viajes de negocios. La mujer era Érica, su colega. Lo supe por las etiquetas en las fotos de la empresa.
Pero no fue el beso lo que me rompió. Fue la copa de vino.
Él sostenía una copa de un tinto carísimo, un vino que habíamos soñado con probar juntos. Y se la ofrecía a ella. El primer sorbo.
Ese era nuestro ritual. Nuestro secreto. El símbolo de todo lo que habíamos construido.
Sentí un zumbido en la cabeza. Las náuseas subieron por mi garganta. No era solo una traición física. Era una profanación de nuestra historia. De nuestros diez años de historia.
Mis dedos temblorosos buscaron el ícono verde de WhatsApp. El chat con Mateo.
"¿Cómo va todo por Chile?"
Enviado.
Leído.
Nada.
"La cosecha de este año va a ser increíble, ¿te acuerdas de lo que decía el abuelo sobre la lluvia de primavera?"
Enviado.
Leído.
Nada.
Mi monólogo de mensajes, lleno de vida, de detalles, de nosotros, se enfrentaba a un muro de silencio. El doble check azul era una burla. Una confirmación fría de su abandono.
Me sentí completamente sola.
Un recuerdo me golpeó con fuerza. Nuestro segundo aniversario. En el mirador del Cerro de la Gloria.
Él llegó tarde, muy tarde. Yo lo esperé, con el corazón en un puño, mirando el teléfono sin señal.
Apareció corriendo, sin aliento. Su celular se había quedado sin batería. No quería irse sin terminar mi regalo. Me entregó una pequeña caja de madera de olivo, tallada a mano por él.
Ese día, con su mano sobre la mía, juró.
"Nunca más te haré sentir esta incertidumbre, Sofi. Siempre estaré conectado contigo. Te lo juro."
Miré la pantalla del teléfono, la promesa rota convertida en píxeles azules. La ironía me quemó por dentro. El resentimiento empezó a crecer.