El Paradero de Un Fantasma
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Capítulo 3

Ricardo se agachó, agarrando a Javier por el cuello de la camisa y levantándolo un poco del suelo. Su rostro estaba a centímetros del de mi hermano.

"Te lo preguntaré una última vez, Javier," siseó. "Puedo ser muy paciente con las mujeres, pero con los hombres como tú... se me acaba la paciencia muy rápido. Y créeme, no querrás ver lo que pasa cuando se me acaba la paciencia. Ya tienes un brazo inútil, ¿quieres que tu madre te dé de comer por el resto de tu vida?"

La amenaza era clara, brutal. Reviví el recuerdo de ese día, el sonido de los huesos de Javier rompiéndose, sus gritos de dolor mientras yo era arrastrada a una ambulancia, camino al matadero. Ricardo había cumplido su promesa entonces, y no dudaba que la cumpliría de nuevo.

Había donado un riñón por amor, o eso creía. Lo había hecho para salvar a la hermana del hombre que amaba, para asegurar nuestro futuro juntos. Ricardo me lo había pedido de rodillas, con lágrimas en los ojos, jurándome amor eterno. Y yo, tonta, le creí. Creí que mi sacrificio nos uniría para siempre.

Qué ingenua fui.

Justo cuando la tensión en la habitación era insoportable, la puerta se abrió de nuevo. Un hombre con traje, el asistente de Ricardo, asomó la cabeza.

"Señor Ricardo, la señorita Daniela está preguntando por usted. Se siente un poco mareada."

La expresión de Ricardo cambió en un instante. La crueldad se desvaneció, reemplazada por una máscara de preocupación ansiosa. Soltó a Javier, quien cayó al suelo tosiendo, y se enderezó, alisando su traje como si nada hubiera pasado.

"Voy enseguida," dijo, su voz ahora suave y llena de ternura.

Se giró y salió rápidamente de la casa. Lo seguí, mi forma espectral flotando a través de la pared.

Afuera, junto a un coche de lujo, estaba ella. Daniela.

Llevaba un vestido blanco y delicado, su largo cabello negro caía sobre sus hombros. Parecía pálida y frágil, como una flor de porcelana a punto de romperse. Se apoyaba en el coche, llevándose una mano a la frente con un gesto de debilidad.

"Ricky," dijo con una voz suave y cantarina, "me siento un poco débil. ¿Ya encontraste a Sofía? Quiero pedirle perdón en persona por todo."

Ricardo corrió a su lado, rodeándola con sus brazos con una delicadeza que nunca, jamás, me había mostrado a mí.

"Tranquila, mi amor. No te esfuerces," le susurró, besando su frente. "Estos salvajes no quieren decirme dónde está. Pero no te preocupes, la encontraré. No dejaré que nadie te moleste."

La trataba como si fuera el tesoro más preciado del mundo, un objeto frágil que debía ser protegido a toda costa. Recordé cómo me había tratado a mí después de la cirugía. Débil, con fiebre por la infección, le pedí un vaso de agua y me gritó que no lo molestara, que Daniela necesitaba descansar.

Me encerraron en ese centro de recuperación, un lugar aislado y lúgubre, con la excusa de que necesitaba "cuidados especializados". La verdad es que querían deshacerse de mí.

Daniela, acurrucada en los brazos de su hermano, me miró. O mejor dicho, miró hacia la puerta de mi casa, y una sonrisa diminuta, casi imperceptible, se dibujó en sus labios. Una sonrisa de triunfo.

Ricardo no vio nada. Estaba ciego, hipnotizado por la actuación de su hermana.

"Vámonos, Dani. No deberías estar en este lugar tan sucio. El aire aquí podría hacerte daño," dijo, abriéndole la puerta del coche con sumo cuidado.

Antes de entrar él mismo, se giró y lanzó una última mirada a la casa. Su voz volvió a ser dura como el acero.

"¡Javier! ¡Tienes tres días para encontrar a Sofía y llevarla ante mí! ¡Si no lo haces, considérate un hombre muerto!"

La amenaza quedó flotando en el aire viciado, una promesa de más dolor y sufrimiento para mi familia, que ya había sufrido demasiado. Y yo, la causa de todo, no podía hacer nada más que mirar.

            
            

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