"Ricky, ¿crees que fui muy cruel?" preguntó Daniela, su voz teñida de una falsa inocencia. "Tal vez Sofía de verdad... no sé... tal vez le pasó algo. Me sentiría terrible si por mi culpa..."
"No digas tonterías," la interrumpió Ricardo, su voz firme. "Tú no tienes la culpa de nada. Eres la persona más buena y dulce que conozco. Sofía es la manipuladora. Siempre lo ha sido. Está haciendo todo esto para llamar la atención, para hacernos sentir culpables."
Mi risa habría sido histérica si hubiera tenido pulmones para reír. ¿Yo, la manipuladora? ¿Yo, que le di un órgano de mi cuerpo?
Daniela suspiró, un sonido delicado y lleno de pesar.
"Es que... su familia se veía tan... mal. La casa, su madre ciega... Su hermano... ¿de verdad le rompiste el brazo?"
"Se lo merecía," dijo Ricardo con frialdad. "Intentó detenerme cuando te llevé al hospital. Nadie se interpone entre tú y yo, Daniela. Nadie."
"Aun así," continuó ella, "me siento mal. Cuando esté mejor, quiero darles algo de dinero. Para compensar... para que Sofía vea que no le guardo rencor."
Era una maestra. Cada palabra estaba calculada para pintarla como una santa y a mí como un demonio. Y Ricardo se tragaba cada sílaba.
"No tienes que compensar nada," gruñó él. "Ellos son los que te deben a ti. Te deben la vida."
Mientras discutían, el asistente de Ricardo, que iba en el asiento del copiloto, revisaba unos papeles. De repente, se detuvo.
"Señor Ricardo," dijo con cautela. "Esto... esto estaba entre los documentos del centro de recuperación."
Levantó un papel. Era un documento oficial, con sellos y firmas. Lo reconocí al instante, aunque nunca lo había visto.
Ricardo lo tomó con el ceño fruncido.
"¿Qué es esto?"
Lo leyó en silencio. Su rostro, antes lleno de ira y seguridad, se transformó. La sangre pareció abandonar sus facciones, dejándolo pálido y con los labios apretados.
"No puede ser," susurró.
Daniela se inclinó para ver. "¿Qué es, Ricky? ¿Qué pasa?"
En la parte superior del documento, en letras claras y negras, se leía: "CERTIFICADO DE DEFUNCIÓN".
Y debajo, mi nombre: "Sofía Martínez".
La fecha de la muerte era de hacía casi tres años, apenas un mes después de mi cirugía.
Hubo un silencio denso en el coche. El mundo exterior pareció desvanecerse.
Daniela fue la primera en romperlo. Soltó un sollozo ahogado y se cubrió la boca con las manos, sus ojos se abrieron con una expresión de horror perfectamente ensayada.
"Oh, Dios mío... no... no es verdad," gimió, las lágrimas brotando como si fueran de verdad. "Ricky, esto tiene que ser un error. ¡Es otro de sus trucos! ¡Sofía es capaz de cualquier cosa!"
Ricardo miraba el papel, sus nudillos blancos por la fuerza con que lo agarraba. Estaba temblando. Por un momento, un fugaz momento, vi una grieta en su armadura de arrogancia. Vi la duda.
"No... no puede ser..." repitió, su voz apenas un murmullo.
Daniela se aferró a su brazo, su pánico actuado era convincente.
"¡Claro que no es verdad! ¡Tenemos que encontrarla! ¡Tenemos que demostrar que esto es una farsa! Ricky, por favor... no podemos dejar que se salga con la suya. Hay que encontrarla y hacer que pague por esta mentira tan cruel."
Luego, con una genialidad malvada, añadió:
"Y si... y si por alguna razón fuera cierto... entonces tenemos que recuperar lo que es nuestro. Ese riñón... es mío. Ella me lo dio. Si está muerta, tienen que devolvérmelo."
La sugerencia era tan monstruosa, tan retorcida, que me dejó sin aliento. Usar su propio "regalo" como una excusa para profanar mi tumba.
La duda en los ojos de Ricardo se extinguió, reemplazada de nuevo por la furia. La manipulación de Daniela había funcionado. Arrugó el certificado de defunción en su puño.
"Tienes razón," dijo, su voz recuperando su dureza. "Vamos a volver. Y vamos a llegar al fondo de esto. Sea como sea."
Giró el volante bruscamente, el coche chilló al dar la vuelta en medio de la calle, y aceleró de regreso a mi casa, de regreso a mi familia, para desatar un nuevo infierno.