"¿Crees que puedes simplemente irte? ¿Después de todo lo que he invertido en ti?"
"¿Invertido en mí?", me reí, un sonido hueco y sin alegría. "Sofía, yo construí esa empresa desde cero."
"¡Y yo la convertí en un imperio!", gritó, su voz subiendo de tono. "¡Sin mí, seguirías siendo un nerd en un garaje!"
Agarró los papeles del divorcio y, con un gesto teatral, los rompió por la mitad, y luego otra vez, hasta que fueron solo pedazos de confeti en su mano.
"¡No habrá divorcio!", declaró. "¡Eres un desagradecido! ¿Sabes qué? Ayer, en el evento, ¡iba a anunciar que éramos marido y mujer! ¡Iba a darte el crédito que tanto querías! ¡Pero arruinaste todo con tu actitud!"
Dejó caer los trozos de papel al suelo.
"Ahora, vístete. Tienes que ir a la oficina. Tienes que entrenar a Mateo."
Se dio la vuelta y se fue, dejándome de pie en una lluvia de promesas rotas y mentiras descaradas.
Más tarde, en la oficina, la atmósfera era insoportable. Sofía y Mateo eran el centro de atención. Él llevaba puesto su nuevo y reluciente reloj, mostrándolo a cualquiera que se acercara.
"Un regalo de la jefa", decía con una sonrisa engreída. "Dice que valora el talento."
Sofía estaba a su lado, radiante de orgullo. Cuando pasé por su lado para ir a mi escritorio, ella me detuvo.
"Ricardo, Mateo tiene algunas preguntas sobre el sistema de encriptación. Sé un buen chico y ayúdalo, ¿quieres?"
Su tono era condescendiente, como si le hablara a un niño. El círculo de empleados que los rodeaba nos miraba, algunos con lástima, otros con burla.
Mateo me sonrió. "Sí, Ingeniero. Hay algunas cosas en su código que son... un poco anticuadas. Pensé que podríamos modernizarlas."
La humillación pública. La gota final.
Respiré hondo, manteniendo la calma. Miré a Sofía, luego a Mateo, y luego a todos los rostros expectantes a nuestro alrededor.
"De hecho", dije, mi voz sonando clara y fuerte en el repentino silencio. "No puedo ayudar a Mateo."
Sofía frunció el ceño. "¿Y por qué no?"
"Porque renuncio. Efectivo inmediatamente."
Un jadeo colectivo recorrió la oficina. La cara de Sofía se quedó en blanco. La sonrisa de Mateo vaciló.
"¿Qué?", susurró Sofía, su confianza evaporándose. "¿De qué estás hablando? No puedes renunciar."
"Claro que puedo. Ya acepté otro trabajo."
"¡No! ¡No puedes!", insistió, su voz ahora teñida de pánico. "¡La empresa está a punto de salir a bolsa! ¡Recibirás acciones! ¡Serás millonario!"
Intentaba tentarme con dinero, la única herramienta que le quedaba.
"No me interesa el dinero, Sofía. Me interesa mi dignidad." Me volví para irme.
"¡Si te vas, te demandaré por incumplimiento de contrato!", gritó.
Me detuve y me volví lentamente.
"Adelante", dije con una calma helada. "Estoy seguro de que a mis abogados les encantaría discutir los términos de mi empleo no remunerado durante los primeros tres años. Quizás incluso podríamos llamar a eso una audiencia de arbitraje laboral. Sería muy público."
El color desapareció de su rostro. Sabía que tenía razón. Nunca habíamos formalizado mi contrato inicial, confiando en nuestra relación. Un error estúpido de mi parte, pero ahora, una ventaja inesperada.
Su rostro se contrajo en una mueca de furia. Sabía que la tenía acorralada.
"No te saldras con la tuya", siseó.
Pero ambos sabíamos que ya lo había hecho.