La Traición del Corazón Roto
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Capítulo 1

El teléfono vibró sobre la mesa de noche, un zumbido insistente que rasgaba el silencio pesado de la madrugada.

Era un número desconocido.

Contesté, con la garganta seca y un mal presentimiento que se me instaló en el pecho.

"¿Hablo con el señor Ricardo?", preguntó una voz monótona, sin emoción.

"Sí, soy yo".

"Le llamamos del Hospital General. Su hijo, Miguel, ha sufrido un accidente grave".

Las palabras se quedaron flotando en el aire, frías, sin sentido. Mi mente se negó a procesarlas. Un accidente. Miguel. No era posible, mi hijo era cuidadoso, siempre lo era.

"¿Cómo que un accidente? ¿Está bien?", logré preguntar, mi propia voz sonando lejana, extraña.

"Señor, necesita venir al hospital de inmediato. Es... es urgente".

Colgué sin despedirme. El mundo se había detenido. Un pitido agudo llenó mis oídos. Miguel. Mi muchacho. Mi razón para levantarme cada mañana, para soportar las deudas, el cansancio, la indiferencia de mi esposa.

Mi primer instinto fue buscar a Sofía. Necesitaba a su madre, necesitaba que alguien compartiera este peso que amenazaba con aplastarme.

Marqué su número.

El tono de llamada sonó una, dos, tres veces.

Buzón de voz.

Volví a marcar, con los dedos temblando, la desesperación creciendo como una marea oscura.

Nada.

Una vez más.

"El número que usted marcó no se encuentra disponible".

Sentí una punzada de ira mezclada con pánico. ¿Dónde diablos estaba? Recordé vagamente que había mencionado algo sobre una reunión importante, una celebración para el hijo de su amigo Mateo, Santiago. Dijo que era crucial, que no podía faltar. ¿Más importante que contestar el teléfono en medio de la noche?

No podía esperar más. Me puse lo primero que encontré y salí corriendo de la casa, el motor de mi viejo auto tosiendo antes de arrancar. Conduje hacia el hospital, pero una fuerza irracional me desvió. Necesitaba verla, necesitaba decírselo en persona, necesitaba que el mundo de fantasía en el que vivía se estrellara contra la realidad.

Conduje hasta la colonia lujosa donde vivía Mateo.

Desde la esquina, pude oír la música, las risas, el tintineo de copas. Estacioné el auto y caminé hacia la casa, una mansión con luces brillantes que se derramaban por los ventanales. La ira me quemaba por dentro. Mientras Miguel luchaba por su vida, su madre estaba de fiesta.

Me acerqué a una de las ventanas y miré hacia adentro.

La escena me golpeó con la fuerza de un puñetazo en el estómago.

Sofía estaba allí, en el centro de un grupo de gente bien vestida, con una copa de champán en la mano. Llevaba un vestido caro, uno que yo no recordaba haberle comprado, y reía a carcajadas, con la cabeza echada hacia atrás. A su lado, Mateo la miraba con una sonrisa de suficiencia, y frente a ellos, su hijo Santiago recibía felicitaciones.

Era una celebración en pleno apogeo, un mundo de lujo y despreocupación financiado con mi sudor y, como estaba a punto de descubrir, con la sangre de mi hijo.

Entré sin que nadie me detuviera. El olor a perfume caro y a comida gourmet me revolvió el estómago. Caminé directamente hacia ella, abriéndome paso entre los invitados que me miraban con desdén.

"Sofía", dije, mi voz un graznido ronco.

Ella se giró, y la sonrisa se borró de su rostro al verme. Fue reemplazada por una mueca de fastidio.

"Ricardo, ¿qué diablos haces aquí? Estás haciendo un ridículo, mira cómo vienes vestido".

"Es Miguel", logré decir, ignorando su veneno. "Tuvo un accidente. Estamos en el hospital".

Su ceño se frunció, pero no por preocupación, sino por irritación.

"¿No ves que estoy en medio de algo importante? Santiago acaba de ser aceptado en la mejor universidad del país, estamos celebrando. No arruines el momento".

Me quedé helado. Las palabras no salían de mi boca. El mundo a mi alrededor se desvaneció, solo podía ver su rostro, su total y absoluta indiferencia.

Mateo se acercó y puso una mano en el hombro de Sofía.

"No te preocupes, Sofía. Seguramente no es nada grave. Ricardo siempre exagera".

En ese momento, Sofía levantó su copa.

"¡Un brindis!", exclamó, su voz resonando en la sala. "¡Por Santiago y su brillante futuro! ¡Por todo nuestro esfuerzo que ha valido la pena!".

Todos levantaron sus copas y vitorearon. "¡Salud!".

Nuestro esfuerzo. El dinero que yo ganaba. El dinero que Miguel ganaba en sus múltiples trabajos para ayudarme a pagar las deudas que ella misma generaba. Todo para esto. Para el futuro brillante de Santiago.

Me di la vuelta y salí de esa casa. No dije nada más. No había nada que decir. Algo dentro de mí se rompió para siempre en ese instante. El amor, la esperanza, cualquier vestigio de sentimiento que aún albergaba por esa mujer, murió. Solo quedó un vacío helado y una certeza absoluta: estaba solo. Completamente solo. Y mi hijo me necesitaba.

            
            

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