"Su hijo llegó con heridas internas masivas. El impacto fue demasiado fuerte. Se quedó dormido al volante, según los testigos. Lo lamento mucho, Miguel no sobrevivió".
El suelo desapareció bajo mis pies. Me agarré a la pared para no caer, un sonido ahogado escapando de mi garganta. El doctor siguió hablando, explicando detalles que mi cerebro se negaba a registrar. Choque, fatiga extrema, hemorragia interna...
Solo una frase se abrió paso a través de la niebla de mi dolor: "Necesita identificar el cuerpo".
El camino a la morgue fue el más largo de mi vida. Cada paso era una tortura. La puerta metálica se abrió con un chirrido, revelando una sala fría y silenciosa. El asistente sacó una de las camillas de acero inoxidable y retiró la sábana blanca.
Era Miguel.
Mi hijo.
Mi brillante, amable y trabajador Miguel. Su rostro estaba pálido, con algunos rasguños, pero parecía dormido. Solo que era un sueño del que nunca despertaría.
Mis rodillas cedieron y caí al suelo. Un torrente de ácido me subió por la garganta y vomité allí mismo, en el piso frío y pulcro. No era comida, era solo bilis amarga, el sabor de la desesperación absoluta. Mi cuerpo se sacudía con espasmos incontrolables.
Me fijé en sus manos. Estaban callosas, con pequeños cortes y cicatrices. Las manos de un joven que trabajaba sin descanso, que sacrificaba su juventud para ayudar a su padre. Vi sus zapatos, gastados, con las suelas casi deshechas. Recordé haberle dicho que le compraría unos nuevos en cuanto juntáramos algo de dinero.
Y entonces, la imagen de Sofía volvió a mi mente con una claridad brutal. Su vestido de seda, sus joyas brillantes, la copa de champán burbujeante. La risa despreocupada. El brindis por el "futuro brillante" de Santiago.
Una rabia negra, pura y violenta, me consumió. Me levanté, tambaleándome, y golpeé la pared con el puño. Una y otra vez. No sentía el dolor en mis nudillos, solo el dolor insoportable en mi alma. Quería destruir algo, romperlo todo, hacer que el mundo exterior reflejara el caos que había dentro de mí.
Grité. Un grito silencioso, desgarrador, que me dejó sin aire.
Me quedé allí, jadeando, apoyado contra la pared, cuando escuché pasos apresurados en el pasillo. Era Sofía. Su rostro estaba pálido, sus ojos muy abiertos. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba un conjunto sencillo, tratando de aparentar preocupación.
Instintivamente, me escondí en un pequeño cuarto de servicio contiguo, dejando la puerta entreabierta. No podía enfrentarla. No todavía.
La vi hablar con una enfermera, quien le indicó la dirección a la morgue. Pero antes de que pudiera seguir, su teléfono sonó. Se apartó un poco, hablando en susurros.
Me acerqué a la rendija de la puerta, conteniendo la respiración.
"Sí, Mateo, ya estoy aquí", dijo ella, su voz baja y conspiradora. "Sí, es verdad... Ricardo exagera, pero esta vez... parece que es serio".
Hubo una pausa. Pude imaginar la voz de Mateo al otro lado, calculadora y fría.
"No te preocupes", continuó Sofía, y sus siguientes palabras fueron las que sellaron su destino y el mío para siempre. "El plan sigue en pie. Con la lana de Ricardo y el extra que sacaba Miguel de sus trabajitos, Santiago ya está dentro de la universidad. Por fin... por fin te pagué la deuda que tenía con tu familia. Estamos a mano".
Mi corazón se detuvo.
Deuda. Plan. La lana de Miguel.
No era solo indiferencia. No era solo egoísmo. Era un plan fríamente calculado. Una traición de años. Había mantenido a su propia familia en la miseria, había permitido que su hijo trabajara hasta la muerte, todo para pagar una supuesta "deuda" a su amigo de la infancia.
El dolor se transformó en algo más oscuro. Un hielo se extendió por mis venas. La mujer a la que había amado, la madre de mi hijo, era una extraña. Una monstruo. Y en ese momento, en el pasillo estéril de un hospital, mientras el cuerpo de mi hijo yacía a pocos metros, juré que no descansaría hasta que ella sintiera una fracción del dolor que me había causado.