La Traición del Corazón Roto
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Capítulo 3

Regresé a casa en un estado de trance, el coche moviéndose por las calles vacías como un autómata. La casa, que siempre había sido un refugio humilde, ahora se sentía como una tumba. Cada objeto me recordaba a Miguel, a los años de sacrificio, a la mentira que había sido mi vida.

Me senté en el sofá raído, el mismo donde Miguel solía hacer sus tareas hasta altas horas de la noche. La imagen de su rostro concentrado, el lápiz detrás de la oreja, me golpeó con una fuerza devastadora. El dolor era un océano negro que amenazaba con ahogarme. Y debajo de ese océano, la rabia ardía como un volcán submarino, esperando el momento de estallar.

No supe cuánto tiempo pasó hasta que escuché la puerta principal abrirse.

Era Sofía.

Entró en la sala de estar con pasos lentos, ensayados. Se había frotado los ojos para enrojecerlos y su rostro estaba contorsionado en una máscara de dolor. Se acercó a mí, sus movimientos eran los de una actriz en el escenario.

"Ricardo... mi amor... no puedo creerlo. Nuestro niño... nuestro Miguelito...", su voz se quebró en un sollozo falso.

Pero yo ya no veía a la mujer afligida. Veía a la conspiradora, a la traidora. A la mujer que hablaba por teléfono con su cómplice mientras su hijo estaba muerto. La observé con una frialdad que me sorprendió a mí mismo.

Me di cuenta de algo que antes, cegado por el amor o la costumbre, nunca había notado. A pesar de sus supuestas lágrimas, no había rastro de la angustia genuina que desgarra a un padre. Su ropa, aunque sencilla, estaba impecable. Y un leve, casi imperceptible, aroma a perfume caro todavía se aferraba a ella, un fantasma de la fiesta que había abandonado a regañadientes.

"No lo entiendo...", continuó, sentándose a mi lado en el sofá, demasiado cerca. "Era tan joven, tan lleno de vida...".

Intentó tomar mi mano, un gesto que antes me habría reconfortado, pero que ahora me pareció una profanación.

"Tenemos que ser fuertes, Ricardo. El uno para el otro".

Trató de abrazarme, de apoyar su cabeza en mi hombro. Su cuerpo se presionó contra el mío, buscando un consuelo que ella misma había destruido. Fue un acto de una hipocresía tan monumental que me revolvió las entrañas.

Sentí una repulsión física, una náusea que subía desde lo más profundo de mi ser. Su contacto me quemaba la piel. Era el contacto de la mentira, de la traición, de la muerte.

Con un movimiento brusco, la aparté. No con violencia, sino con una fuerza definitiva, innegociable.

"No me toques", dije, y mi voz sonó hueca, sin vida, pero cargada de una firmeza que nunca antes había usado con ella.

Sofía se quedó inmóvil, sorprendida. La máscara de dolor se resquebrajó por un segundo, revelando una chispa de irritación en sus ojos. No esperaba resistencia. Esperaba un esposo roto al que pudiera manipular, un hombro en el que pudiera representar su falso duelo.

"Ricardo, ¿qué te pasa? Estoy sufriendo tanto como tú...", empezó a decir, intentando recuperar su papel.

Pero yo ya no la escuchaba. Mi mirada estaba fija en un punto de la pared, viendo las imágenes de su traición repetirse una y otra vez en mi mente. La fiesta. La llamada. La "deuda" pagada con la vida de mi hijo.

La empujé de nuevo, esta vez con más fuerza, levantándome del sofá.

"¡Te dije que no me toques!".

El grito resonó en la pequeña sala. Fue la primera grieta en mi coraza de hielo. La primera manifestación de la furia que hervía debajo.

Sofía me miró, ahora con una mezcla de sorpresa y enfado. La víctima se estaba convirtiendo en acusador, y eso no era parte de su guion.

            
            

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