Regresé a mi habitación a trompicones, con la vista borrosa. Busqué a tientas el autoinyector de epinefrina de emergencia que siempre llevaba conmigo, una necesidad para sobrevivir en el mundo de Julián. El medicamento se disparó en mi muslo, proporcionando un pequeño alivio, pero sabía que necesitaba un médico de verdad.
Antes de que pudiera siquiera pensar en qué hacer a continuación, la puerta de mi habitación se abrió de golpe.
Julián irrumpió, su rostro una máscara de furia. Se abalanzó sobre mí, sus manos se cerraron alrededor de mi garganta, estampándome contra la pared.
-¡Fuiste a llorarle a mi abuelo! -gruñó, sus dedos apretándose-. ¡Le dijiste que te obligué a trabajar en el jardín!
Puntos negros danzaban en mi visión. No podía hablar, no podía respirar. Negué con la cabeza frenéticamente. No había hablado con Arturo desde nuestra primera llamada.
-¡No me mientas! -rugió-. ¡Casandra acaba de ser humillada por él! ¡La llamó zorra y la echó de su casa! ¡Todo por tu culpa!
Arañé sus manos, mis pulmones gritando por aire. Me estaba muriendo. Aquí, en esta habitación, a manos del hombre por el que había sacrificado todo para salvarlo.
Justo cuando mi conciencia comenzaba a desvanecerse, me soltó.
Caí al suelo, tosiendo y jadeando, las lágrimas corriendo por mi rostro.
No me dio un momento para recuperarme. Me agarró del pelo, levantándome.
-Levántate -siseó-. Vas a pagar por esto.
-¿A dónde me llevas? -logré decir con voz ahogada.
-Vas a ir a casa de Casandra, te arrodillarás en su puerta y le rogarás perdón.
La sangre se me heló.
-No.
Me arrastró fuera de la habitación y hasta el estacionamiento, arrojándome al asiento del copiloto de su coche.
-No tienes opción -dijo, su voz peligrosamente baja mientras el coche aceleraba por las calles de la ciudad-. Te vas a disculpar, o le enviaré ese video a cada miembro de tu familia. Tu madre enferma será la primera en verlo.
La mención de mi madre, cuya condición cardíaca era frágil, fue su arma final e imbatible. Conocía mi debilidad.
Era casi gracioso. Pensaba que me estaba castigando, pero todo lo que hacía era solidificar mi decisión de irme. Este era el último clavo en el ataúd de mi antigua vida.
Se detuvo frente a una lujosa mansión en Las Lomas de Chapultepec. Llovía a cántaros.
Me sacó del coche y me empujó de rodillas sobre el pavimento frío y húmedo frente a la puerta de Casandra.
-Te quedarás aquí -ordenó-, y harás cien reverencias. Quizás entonces, ella considere perdonarte.
-No hice nada malo -dije, mi voz un susurro roto.
-Hazlo -amenazó, con su teléfono en la mano, la información de contacto de mi madre en la pantalla.
Mi voluntad se quebró. No podía dejar que lastimara a mi familia.
Presioné mi frente contra el suelo mojado. Una vez. Dos veces. La lluvia empapó mi ropa, helándome hasta los huesos. El dolor en mi garganta regresó, mezclado con el agudo escozor de la grava contra mi piel.
Podía oír el débil sonido de gente susurrando desde las ventanas cercanas, sus voces llenas de lástima y desprecio.
Mi cuerpo se volvió pesado, mis movimientos lentos. El mundo comenzó a girar.
A través de la lluvia y la neblina del dolor, creí oír su voz, aguda con un pánico desconocido.
-¿Valeria?
Debía ser una alucinación. Él me quería muerta. Lo había dejado perfectamente claro.
Mientras me desplomaba sobre el pavimento, la oscuridad finalmente me envolvía, mi último pensamiento fue de amarga aceptación. Así que así es como termina.