"Querida hija, tu vuelo sale a las diez de la noche del 25 de agosto. Asegúrate de llevar todos tus documentos y lo necesario para la universidad. Papá te esperará en el aeropuerto".
Jayde abrió el calendario del teléfono y murmuró para sí: "Solo quedan siete días para irme de esta casa".
Justo en esa fecha, dentro de siete días, una anotación resaltaba: Cumpleaños de Brendan Maynard.
Quizá su partida sería el mejor regalo de cumpleaños que podría hacerle.
Dedicó los dos días siguientes a revisar meticulosamente su equipaje. Después, empacó en bolsas las pertenencias que no podía llevarse y coordinó su donación con una organización benéfica.
Brendan regresó justo cuando el repartidor inventariaba los artículos.
"¿Qué está pasando aquí?", preguntó él, con la mirada clavada en las pilas de ropa y libros.
Jayde terminó de firmar el formulario y, con un gesto, le indicó al hombre que podía llevarse las bolsas. "He coordinado la recogida de ropa vieja. Estoy deshaciéndome de cosas que no uso".
La serenidad de su voz, vacía de toda emoción, hizo que Brendan frunciera el ceño. Últimamente la había notado distinta, pero no lograba comprender por qué. Una extraña inquietud se instaló en él, una sensación de vacío que no acertaba a explicarse.
"Chloie y yo nos estamos quedando en los Apartamentos Blue Sea, en el centro", dijo, cambiando de tema con brusquedad. "Es más tranquilo y me queda más cerca del trabajo".
Jayde se limitó a asentir. Los Apartamentos Blue Sea, sin ella, serían sin duda un lugar más tranquilo.
Lo vio recoger algunas de sus pertenencias y de las de Chloie, preparándose para marcharse de nuevo. Un impulso la llevó a preguntar: "Brendan, el próximo viernes es tu cumpleaños. ¿Puedo ir?".
Cada año, Jayde le había preparado un regalo con esmero. Este habría sido el décimo. Diez. Un número perfecto. Quería darle un cierre a ese ciclo.
Brendan la había protegido durante diez años. Quería ofrecerle una despedida digna.
"Ya veremos", respondió él, evasivo. Empujó la maleta hasta la puerta y se marchó sin añadir palabra.
El golpe seco de la puerta al cerrarse le encogió el corazón. Sintió que las lágrimas le anegaban la mirada.
De vuelta en su habitación, abrió por instinto el cajón de la mesita de noche, buscando las cartas de amor que le había escrito. Pero el cajón estaba vacío. Ya se había deshecho de aquellas notas, breves pero cargadas de sentimiento. Solo un viejo cuaderno de bocetos de tapas descoloridas descansaba en el fondo.
Jayde lo tomó con delicadeza. Al abrirlo, las páginas amarillentas revelaron los retratos que atesoraba de Brendan en distintas etapas de su vida.
Brendan, con el uniforme a cuadros del colegio, tomándola de la mano. "Pequeña, te acompaño a casa".
Brendan, en lo más alto del podio, con el trofeo en la mano, colgándole la medalla de oro al cuello. "Pequeña, tú eres mi insignia de honor".
Brendan, en una cena de gala, copa en mano y dueño de la escena, enviándole una rosa sin espinas a su mesa. "Pequeña, a las rosas hay que darles tiempo para florecer. Esperaré a que crezcas".
Cada dibujo era un recuerdo grabado a fuego en su memoria.
Pero ya nada de eso importaba. Iba a arrancarse aquellos recuerdos del corazón, uno a uno.
Llegó a la última página. Estaba en blanco. Jayde recordó que cada año, para el cumpleaños de Brendan, le dibujaba en secreto un retrato de ambos. Había planeado hacer lo mismo este año.
Solo que esta vez, los protagonistas del dibujo serían Brendan y Chloie Ellis.
Y esta vez, con todo su corazón, les deseaba lo mejor.
Dibujó trazo a trazo, con una concentración meticulosa, y no se detuvo hasta que la luz del crepúsculo tiñó la habitación.
Fue entonces cuando oyó el sonido de una llave girando en la cerradura.
Jayde salió al salón y vio a Brendan que entraba tambaleándose. Emanaba de él un fuerte olor a alcohol.
"Brendan, ¿por qué has bebido tanto?", preguntó, corriendo a sujetarlo al ver su andar vacilante.
Él se apoyó con todo su peso en ella, y su mano grande envolvió su cintura con naturalidad. La mezcla del alcohol y su habitual perfume amaderado la envolvió por completo.
Jayde se quedó helada.
Intentó retroceder para crear distancia entre ellos, pero al instante siguiente Brendan la estrechó con fuerza entre sus brazos.
Su mano errática se deslizó bajo la ropa de ella, y sus labios, febriles por el alcohol, tomaron los suyos con una brusquedad hambrienta.