Apenas pronunció esa palabra, la voz airada de su madre, Glenna Taylor, estalló al otro lado de la línea. "¡Brendan y yo llevamos un mes de viaje y ya estás montando un escándalo! ¡Tu hermano está a punto de casarse y a ti no se te ocurre otra cosa que intentar meterte en su cama! Jayde Rosario, ¿es que no tienes ni una pizca de vergüenza? ¡Lárgate de esa casa ahora mismo! ¡No voy a tolerar que pases un día más bajo el mismo techo que él!".
Una oleada de profunda desolación anegó a Jayde. Los recuerdos de su infancia la asaltaron: la ruina de su familia, el divorcio de sus padres. Su padre se había marchado a California; su madre, tras casarse con un Maynard, se la había llevado consigo.
Su madre siempre le había dicho que era una carga. Le recriminaba que, por su culpa, no había podido darle otro hijo al señor Maynard. A lo largo de los años, las muestras de afecto por su parte habían brillado por su ausencia. Las dos únicas veces que se había 'preocupado' activamente por ella habían sido para culparla.
La primera vez, cuando le confesó su amor a Brendan, la había llamado descarada. Ahora, acusándola de intentar seducirlo, volvía a tacharla de sinvergüenza.
"Mamá, ni siquiera preguntas qué ha pasado... ¿Tan segura estás de que he sido yo la culpable?", preguntó Jayde con voz trémula.
Hubo un breve silencio, seguido por la voz de su madre, cargada de repulsión. "Las dos somos mujeres. No intentes engañarme, sé perfectamente lo que se te pasa por la cabeza. Como se te ocurra afectar mi posición en la familia Maynard, más te vale que te vayas a buscar a tu padre".
Y sin más, colgó.
El rostro pálido y demacrado de Jayde se reflejó en la oscura pantalla del teléfono. Se mordió el labio con fuerza, conteniendo las lágrimas que pugnaban por brotar.
Mientras contemplaba el nombre "Mamá" en su lista de contactos, pensó en silencio: *No te preocupes, mamá. Esta hija que tanto te estorba va a desaparecer por completo de la familia Maynard, y de tu vida, en solo cuatro días*.
Durante los días que siguieron, Brendan no regresó a casa. Jayde, inmersa en los preparativos para su marcha al extranjero, no quiso saber adónde habían ido él y Chloie.
Hasta las 23:59 del 24 de agosto. Faltaba un minuto para el cumpleaños de Brendan.
Jayde abrió sus redes sociales y seleccionó el único contacto que tenía anclado. Pero tras contemplar la pantalla durante un largo rato, cerró la ventana del chat. Por primera vez en diez años, no iba a desearle un feliz cumpleaños.
A las ocho de la mañana siguiente, una notificación de vuelo iluminó la pantalla de su teléfono.
[Estimada Srta. Jayde Rosario: Le informamos de que su vuelo tiene programado el despegue en 14 horas. Le recordamos que debe presentarse en el aeropuerto con dos horas de antelación para la facturación.]
Hizo un cálculo rápido. Solo le quedaban doce horas antes de tener que irse.
Casi por inercia, volvió a abrir la aplicación. Allí vio una nueva publicación de Chloie Ellis.
[Qué hermoso amanecer junto al mar. Esperando el atardecer y esperándote a ti esta tarde.]
La publicación iba acompañada de una foto de ella y Brendan, cogidos de la mano, en un lugar llamado Rose Coast.
A Jayde le temblaron las pestañas. Su corazón, sin embargo, permanecía más sereno de lo que habría imaginado.
En ese momento, Chloie le envió un mensaje directo.
[Este año, tu hermano quiere pasar su cumpleaños solo conmigo. Espero que no se te ocurra aparecer por aquí.]
Debajo del texto, un vídeo de diez segundos. En él, Brendan, vestido con un albornoz, yacía sobre una enorme cama de agua en una suite temática para parejas. A su lado, recostada, Chloie dejaba asomar un hombro por debajo de la sábana, un hombro cubierto de ambiguas marcas rojizas.
La imagen era tan elocuente que Jayde no necesitó imaginar la noche de pasión que la había precedido.
Con una leve mueca en los labios, cerró la aplicación y comenzó a deshacerse de todas sus pertenencias en la casa.
Quedaban cuatro horas.
Jayde sacó de un cajón todos sus cuadernos de bocetos y, uno por uno, rasgó los dibujos de Brendan en pedazos minúsculos. El papel triturado llenó la papelera y, con él, diez años de recuerdos comenzaron a desvanecerse.
Quedaban tres horas.
Se deshizo de cada objeto personal que aún quedaba en la casa, borrando todo rastro de su existencia en aquel lugar.
Quedaban dos horas.
Tomó la lamparita de noche de Totoro de su mesilla y la depositó sobre la mesa de centro del salón, justo encima del retrato que había dibujado de Brendan y Chloie. Sería su último regalo de bodas para él. El de su hermana.
A los ocho años, Brendan había sido una luz en su vida. A partir de ahora, ella sería su propia luz.
Porque era un girasol destinado a seguir a su propio sol, no la rosa de nadie.
Quedaba una hora.
Dejó un breve mensaje en la esquina inferior derecha del retrato.
[Brendan, feliz cumpleaños. Lo nuestro se acaba aquí. Ya no queda nada entre nosotros.]
[Te deseo lo mejor en tu futuro sin mí.]
Éramos como el pájaro y el pez, de mundos distintos; como la montaña y el río, destinados a nunca encontrarse.
Acto seguido, Jayde tomó el teléfono. Eliminó a Brendan y a Chloie Ellis de sus contactos, desactivó sus perfiles en redes sociales y, finalmente, restauró el teléfono a sus ajustes de fábrica, borrándolo todo.
Completó el proceso sin un ápice de vacilación.
Cuando terminó, dirigió una última mirada a la casa en la que había vivido durante diez años. Después, se dio la vuelta y se encaminó sin titubear hacia el aeropuerto.
Con un estruendo, el avión se elevó hacia el cielo, abriéndose paso entre las nubes.