¿Otro regalo? pensé, una mueca de desprecio se dibujó en mis labios. ¿Para compensar qué? ¿Tu infidelidad? ¿Tu doble vida? Él estaba allí para recuperar su "símbolo de amor," su herramienta de control.
"Ya no tengo el collar, Franco," respondí, mi voz monótona. "Lo doné. Todo el dinero fue a una fundación de mujeres."
Él me agarró la muñeca, sus dedos apretándose con fuerza. "¡No puedes hacer eso! ¡Ese collar es nuestro! ¡Es nuestro amor!" Su voz se quebró.
De su bolsillo, sacó algo. El destello de los diamantes me cegó. "Lo recuperé," dijo, con una sonrisa de alivio. "Lo redimí. No vas a regalar nuestro amor."
Con un gesto brusco, me colocó el collar alrededor del cuello. "Quiero que nunca te lo quites, Victoria. Es una promesa. Una promesa de que siempre te amaré."
Miré el collar. Era hermoso, sí. Pero ahora solo sentía asco. Me sentí enferma. ¿Cómo podía él, después de haber estado con Rubí, de haberme engañado, de haberme humillado, actuar como si nada hubiera pasado?
Qué actor tan brillante, pensé, mi corazón lleno de hielo. Qué fácil le resulta mentir. Qué fácil le resulta fingir. Él había estado con ella, sus manos en su cuerpo, sus labios en los suyos. Y ahora estaba aquí, fingiendo que me amaba.
Esa noche, acostada junto a Franco, sentí su teléfono vibrar. Él lo silenció de inmediato. Pero la vibración volvió. Una y otra vez. Finalmente, con un suspiro de resignación, se levantó y se fue al balcón.
"¿Qué pasa, amigo? ¿Ya te aburriste de la dama?" la voz de uno de sus amigos, Ricardo, resonó por el altavoz. Se les olvidó el altavoz.
Franco se rió. "No digas tonterías. Estoy con Victoria. Siempre estoy con ella."
"¡Uy, el señor Ferrero está domesticado!" otro amigo, Miguel, se burló. "Desde que se casó, ya no sales con nosotros. ¿O es que tu esposa te tiene con correa?"
Franco bajó la voz. "Victoria es mi esposa. Mi prioridad. Ustedes deberían entender eso."
"Claro, claro," Ricardo se rió. "Pero un hombre necesita su espacio, ¿no? Vente un rato. Solo un rato. Ya sabes, para desestresarse."
Me levanté de la cama. "Franco," le dije, mi voz suave. "Ve con tus amigos. No quiero que te pierdas la diversión por mi culpa."
Él se giró, su rostro sorprendido. "Mi amor, no. Yo quiero estar contigo."
"Vamos, Franco," Ricardo insistió en el teléfono. "Trae a Victoria. Así nos la presentas bien."
"No," dije, mi voz ahora más firme. "Ustedes diviértanse. Yo estoy cansada."
Franco me miró, un poco aliviado, un poco culpable. "¿Estás segura?"
Asentí. "Sí. Ve. Diviértete."
Él colgó el teléfono. "Volveré pronto," dijo, besando mi frente.
Cuando llegamos al bar, la escena era predecible. Sus amigos rodeados de mujeres, risas estridentes, música a todo volumen. Franco se tensó. Le lancé una mirada de reproche a Ricardo.
"¡Franco! ¡Victoria!" Ricardo se acercó, sonriendo. "¡Qué bueno que vinieron!"
Franco le lanzó una mirada fulminante a sus amigos. Ellos, entendiendo la señal, se apresuraron a despedir a las mujeres.
"¡Franco, por favor!" Ricardo se rió. "Victoria sabe que te portabas bien."
"Exacto," Miguel añadió, con una sonrisa maliciosa. "Franco es el único de nosotros que se mantiene fiel. ¡Un ejemplo para todos!"
Me senté en un sofá, observando la farsa. Franco, el "esposo fiel," el "ejemplo."
Toda la noche, Franco fue el esposo perfecto. Me traía bebidas, me preguntaba si tenía frío, me cortaba la fruta. Ignoraba a todos sus amigos, y cada vez que uno de ellos intentaba acercarse a mí, él los interceptaba con una mirada fría.
"¡No fumes aquí! ¡A Victoria no le gusta el humo!" le gritó a Miguel cuando este encendió un cigarrillo.
"No tomes tanto, Ricardo," le dijo a otro. "Victoria no soporta el olor a alcohol."
Cuando la música se puso demasiado fuerte, él le pidió al DJ que la bajara. "Victoria prefiere la tranquilidad," dijo, con una sonrisa forzada.
Mis ojos estaban fijos en él. Era un actor consumado. Su actuación era perfecta. Demasiado perfecta.
Sus amigos se reían, pero sus risas eran tensas. "¡Maldición, Franco! ¡No te mereces a esta mujer!"