Girando sobre mis talones, salí del bar sin mirar atrás. Necesitaba aire. Necesitaba mi propio espacio. Necesitaba desaparecer.
Cuando el coche se alejaba, el brillo metálico de un objeto en el asiento me llamó la atención. Una funda de teléfono. No era mía. Era demasiado pequeña. La curiosidad, esa vieja serpiente, se retorció en mi interior.
"Chofer," dije, mi voz tensa. "Dé media vuelta. Regrese al bar."
Él me miró por el espejo retrovisor, sorprendido. "Señora, ¿hay algún problema?"
"No," respondí. "Solo olvidé algo."
Al llegar, vi a Rubí Amaya salir de un taxi de lujo. Con su vestido ajustado y su bolso de diseñador, se dirigía directamente a la entrada del bar. Mi sangre se heló. ¿Cómo se atreve?
La seguí, mi corazón martillando en mi pecho. No tengo nada que perder.
Ella entró en el reservado de Franco. Y lo que vi me destrozó por completo. Rubí se lanzó a los brazos de Franco, envolviéndolo con una pasión desenfrenada. Él la recibió con la misma intensidad.
"Mi amor," susurró Franco, sus manos aferradas a su cintura. "¿Por qué tardaste tanto en venir?"
Rubí se acurrucó contra él. "Te extrañé. Y tú, ¿por qué no me llamaste?"
Él se rió, su voz profunda y sensual. "Ya te compensaré, mi vida. Te prometo que te compensaré."
Sus labios se unieron en un beso salvaje, húmedo, lleno de una lujuria que nunca había compartido conmigo. Los amigos de Franco se rieron, sus comentarios obscenos resonando en la habitación.
"¡Vaya, vaya! ¡Así que el fiel Franco no es tan fiel!" Miguel se rió.
"¡A ver, Franco, dinos! ¿Quién besa mejor? ¿La esposa o la amante?" Ricardo se burló.
Sentí que mi sangre se congelaba. Todos. Todos lo sabían. Todos eran cómplices de su traición.
De repente, Ricardo propuso un juego. "¡A ver, Franco! ¿Cuándo fue la última vez que le hiciste el amor a Rubí?"
Franco, con una sonrisa arrogante, respondió. "Ayer. En el coche."
Las risas estallaron. "¡Bravo, Franco! ¡Esa es la actitud!"
Rubí, con una sonrisa de victoria, se acurrucó más cerca de Franco. "Mi amor es tan complaciente," dijo, sus ojos brillando con malicia.
"Ella sabe complacer a un hombre," Franco respondió, sus ojos fijos en Rubí. "Mucho mejor que mi esposa."
El comentario me apuñaló. Era un dolor que no podía describir. Él realmente dijo eso.
"¡No te preocupes, Franco!" Ricardo se rió. "Tu esposa nunca se enterará. Somos una tumba."
"Sí, somos tu equipo, amigo," Miguel añadió.
Escuché mi nombre. Franco se tensó. Su sonrisa se borró. "¡Cállense! ¡No quiero que Victoria se entere de nada!"
"Tranquilo, amigo," Ricardo dijo. "Tu secreto está a salvo con nosotros."
Me alejé de la puerta, mi cuerpo entumecido por el frío, mi mente en blanco. Era un zombi. Un cascarón vacío.
El chofer me esperaba. "Señora, ¿qué le pasa? ¿Quiere que llame al señor Ferrero?"
"No," respondí, mi voz apenas un susurro. "No lo llame. Déjame aquí. Quiero caminar."
Salí del coche y caminé bajo la lluvia, sin rumbo fijo. Las gotas frías me golpeaban el rostro, pero no sentía nada.
Pensé en las noches en que Franco me cargaba en sus brazos, cansada después de una fiesta, jurando que nunca me dejaría. Él me había prometido el mundo. Y ahora, él mismo lo había destrozado.
El amor no es para siempre, pensé. Puede cambiar en un instante. Puede morir en un instante.
Cuando llegué a la mansión, el dolor de cabeza era insoportable. Con la fiebre ardiendo en mi cuerpo, me metí en la ducha. El agua caliente no hizo nada para aliviar el frío que sentía en mi alma.