Luego, todo se volvió un caos de movimiento y gritos. Recuerdo la sensación de vacío bajo mis pies, el grito ahogado de Ricardo, y el impacto brutal contra cada escalón de mármol. Mi cuerpo rodó sin control, y lo último que sentí antes de que la oscuridad me tragara fue un dolor desgarrador en mi vientre, la sensación terrible de que algo se rompía para siempre.
Cuando volví a abrir los ojos, el olor a desinfectante me inundó las fosas nasales y la luz blanca y fría de un hospital me cegó por un instante. Ricardo estaba a mi lado, con el rostro lleno de una angustia que parecía genuina, sus manos sostenían la mía con fuerza.
"Mi amor, despertaste", susurró con la voz rota. "Gracias a Dios. Tuve tanto miedo".
Intenté hablar, preguntarle por nuestro bebé, pero mi garganta estaba seca y un pitido agudo dominaba mis oídos. El mundo se sentía lejano, como si lo viera a través de un velo de agua. Me dejé llevar de nuevo por la inconsciencia, flotando en una neblina de dolor y confusión.
Fue en ese estado, entre la vigilia y el sueño, que escuché las voces. Al principio eran un murmullo indistinto, pero poco a poco se hicieron más claras, filtrándose a través de la puerta entreabierta de mi habitación.
"¿Estás seguro de que todo salió como planeaste?", era la voz de Camila, su amante, una voz que yo conocía muy bien por las llamadas telefónicas que él creía que yo no escuchaba.
"Tranquila", respondió Ricardo, su tono bajo y conspirador, desprovisto de toda la angustia que me había mostrado minutos antes. "El doctor lo confirmó, el aborto fue... exitoso. El problema es la parálisis, no estaba en el plan que fuera tan evidente".
Sentí como si un rayo de hielo me atravesara el cuerpo. Aborto. Parálisis. Plan. Las palabras rebotaban en mi mente, sin sentido, imposibles. No podía ser real.
"¿Y si se da cuenta?", insistió Camila. "¿Y si alguien sospecha que no fue un accidente?"
"Nadie sospechará nada", la cortó Ricardo con frialdemás. "Ella estaba embarazada, un mareo en las escaleras es perfectamente creíble. El doctor ya tiene su dinero, el informe dirá lo que yo quiera que diga. Con ella paralítica y sin el bebé que nos estorbaba, el camino está libre para Marcos. La herencia será para mi hijo, para nuestro hijo".
El aire abandonó mis pulmones. El pitido en mis oídos se convirtió en un rugido ensordecedor. Mi bebé. Mi hijo no se había perdido en la caída, me lo habían arrebatado. Ricardo, mi esposo, el hombre que juró amarme y protegerme, había planeado la muerte de nuestro hijo para asegurar el futuro del niño que tuvo con otra mujer. La caída, el dolor, la pérdida... todo había sido una farsa cruel, un teatro montado para destruirme.
Poco después, un médico entró en la habitación con una expresión sombría. Ricardo se apresuró a volver a mi lado, retomando su papel de esposo devoto.
"Señor, señora... lamento profundamente informarles que, debido al traumatismo de la caída, el embarazo no pudo continuar. Han perdido al bebé".
Las palabras del médico eran un eco hueco de la verdad que yo ya conocía.
"Y además", continuó el médico, mirando unos papeles en su portafolio, "la lesión en la columna es severa. Hay un daño significativo en la médula espinal. Me temo que... me temo que ha perdido la movilidad en las piernas. Es probable que la parálisis sea permanente".
Ricardo soltó un sollozo ahogado y me abrazó, su cuerpo temblando de falsos lamentos. Sentí sus lágrimas calientes en mi mejilla y el asco me revolvió el estómago. Cada caricia era veneno, cada palabra de consuelo una burla. Mi bebé estaba muerto. Mis piernas no respondían. Mi vida, tal como la conocía, había sido demolida por el hombre que dormía a mi lado cada noche.
En ese instante, en medio de la ruina de mi existencia, una idea desesperada y fría se apoderó de mí. No podía enfrentarlos ahora, era débil, estaba rota y sola. Pero no me iba a rendir. Si ellos creían que estaba paralítica, si creían que me habían vencido, usaría esa creencia en su contra. Fingiría estar peor de lo que estaba, me convertiría en una muñeca rota, indefensa, hasta que pudiera encontrar la forma de escapar de esa pesadilla.
Más tarde esa noche, incapaz de dormir, volví a escuchar a Ricardo hablando por teléfono en el pasillo, su voz un susurro venenoso.
"Sí, Camila, todo está bajo control. Está destrozada, como era de esperar. La parálisis es la coartada perfecta, nadie dudará de una pobre inválida. Ahora solo tenemos que ser pacientes. Marcos será el único heredero de la fortuna de mi familia, te lo prometo".
Apreté las sábanas con una fuerza que no sabía que tenía, mis uñas se clavaron en las palmas de mis manos. La ira era un fuego helado que consumía mi dolor. Ya no quedaban lágrimas, solo una determinación de hierro. Él no solo había matado a mi hijo, había asesinado el amor que sentía por él. Y yo iba a sobrevivir para asegurarme de que pagara por cada una de sus mentiras.
Ricardo entró de nuevo en la habitación, moviéndose con sigilo. Se acercó al doctor que revisaba mis signos vitales.
"¿Está todo en orden, doctor?", preguntó Ricardo, su voz cargada de una falsa preocupación.
"Sus signos son estables, pero la lesión es definitiva", respondió el médico, cómplice de la farsa. "El informe reflejará el trágico accidente. Puede estar tranquilo".
Ricardo le deslizó un sobre abultado en el bolsillo de la bata. "Gracias por su discreción".
Cerré los ojos, fingiendo dormir, pero mi mente estaba más despierta que nunca. Cada detalle de mi vida con él desfiló ante mis ojos, cada sonrisa, cada promesa, ahora teñida por la horrible verdad. El viaje a Europa donde me propuso matrimonio, la casa que construimos juntos, las noches que pasamos eligiendo el nombre de nuestro bebé. Todo había sido un escenario, y yo la actriz principal de una tragedia que no sabía que estaba protagonizando. El amor se había convertido en cenizas, y de esas cenizas, una nueva Sofía estaba empezando a nacer. Una Sofía que ya no creía en cuentos de hadas, sino en la fría y calculada aritmética de la venganza.