Me miró a los ojos, buscando una reacción, una señal de que su actuación me conmovía. Le devolví una mirada vacía, llena de la devastación que él esperaba ver. Dejé que una lágrima rodara por mi mejilla, una lágrima genuina por mi hijo perdido, pero él la interpretó como una muestra de mi fragilidad.
"No me dejes, Ricardo", supliqué con voz temblorosa. "No me dejes sola".
"Nunca, mi vida. Nunca", respondió, besando mi frente.
El contacto de sus labios me quemó la piel. Por dentro, el odio era un nudo apretado en mi pecho, pero por fuera, era la esposa desconsolada y dependiente que él necesitaba que fuera. Cada fibra de mi ser quería gritar, arañar esa cara falsa, pero me contuve. Mi supervivencia dependía de mi capacidad para actuar. Él había creado este escenario, y yo iba a interpretar mi papel mejor que nadie.
A la mañana siguiente, mientras una enfermera me ayudaba con el baño y Ricardo había salido a "arreglar unos asuntos urgentes", que yo sabía que significaba ver a Camila, vi su teléfono en la mesita de noche. El corazón me latía con fuerza. Era mi oportunidad. Con manos temblorosas, lo tomé. No tenía contraseña, qué estúpida confianza.
Abrí sus mensajes. Allí estaban, cientos de ellos. Conversaciones con Camila que se remontaban a meses, incluso años. Fotos de ellos dos riendo en restaurantes, en la playa. Fotos de un niño pequeño, Marcos, con la misma sonrisa de Ricardo. Vi mensajes donde planeaban su futuro juntos, donde hablaban de "cuando Sofía ya no sea un problema". Y entonces lo encontré, un mensaje de hacía dos días: "Mañana es el día. Después del aniversario, todo cambiará. Prepárate para nuestra nueva vida". Debajo, un comprobante de una transferencia bancaria a un nombre que no reconocí, fechada el día del "accidente". Era la prueba. La prueba irrefutable de que todo había sido un asesinato premeditado.
Fotografié cada pantalla con mi propio teléfono, que había pedido que me trajeran con la excusa de avisar a mi familia. Sentía un frío glacial recorrer mis venas. La evidencia me daba poder, pero también me aterraba. Ahora mi plan de escape no era solo una opción, era una necesidad absoluta.
Ricardo regresó con un ramo de mis flores favoritas, lirios blancos, las mismas que llevé el día de nuestra boda. La ironía era tan cruel que casi me reí.
"Para la mujer más fuerte que conozco", dijo, colocándolas en un jarrón.
Empezó a controlar mis visitas con la excusa de mi "delicado estado emocional". A mis padres les dijo que estaba demasiado traumatizada para hablar, que necesitaba descansar. A mis amigos les contaba una versión trágica y heroica de cómo él me había salvado. Me estaba aislando, construyendo un muro a mi alrededor para que su mentira fuera la única verdad.
Llegó el día de mi primera sesión de fisioterapia. Ricardo insistió en estar presente, junto con el terapeuta, un hombre de rostro adusto que evitaba mi mirada. Sabía que ambos me observaban, evaluando el alcance de mi "daño".
"Sofía, intenta concentrarte", dijo el terapeuta con voz monótona. "Intenta sentir mi mano en tu pie".
No sentía nada, por supuesto, mis piernas estaban entumecidas. Pero el diagnóstico inicial hablaba de una parálisis incompleta, de una posible recuperación parcial con mucha terapia. Eso no me servía. Necesitaba que creyeran que no había esperanza.
"Ahora, intenta mover los dedos del pie derecho", ordenó.
Me concentré, puse toda mi voluntad en la tarea, y luego dejé escapar un sollozo de frustración.
"No puedo", gemí, las lágrimas brotando de mis ojos. "No siento nada. ¡No puedo mover nada!".
Me derrumbé en un ataque de llanto, una actuación digna de un premio. Ricardo me rodeó con sus brazos, "tranquila, mi amor, tranquila". Vi por encima de su hombro cómo el terapeuta asentía lentamente, anotando algo en su libreta. El anzuelo había sido mordido.
Más tarde, desde mi habitación, escuché al terapeuta hablar con Ricardo en el pasillo.
"Su condición es más grave de lo que los escáneres iniciales sugerían", decía el hombre. "La falta de respuesta es total. Psicológicamente, no está lista para aceptar ningún tipo de recuperación. En mi opinión profesional, debemos prepararnos para una parálisis completa y permanente de la cintura para abajo".
Una sonrisa amarga se dibujó en mis labios. Perfecto. Exactamente lo que quería que pensaran.
Esa noche, cuando Ricardo vino a darme las buenas noches, reuní todas mis fuerzas para dar el siguiente paso en mi plan.
"Ricardo", le dije, mi voz apenas un susurro. "He estado pensando... Este hospital... no me siento cómoda aquí. Siento que todos me miran con lástima".
Él me acarició el cabello. "Mi amor, iremos a donde tú quieras".
"Mi tía Isabel me habló una vez de una clínica en Suiza", continué, sembrando la semilla. "Especializada en lesiones medulares. Dicen que hacen milagros... Quizás... quizás allí podrían ayudarme. Quiero tener una esperanza, Ricardo. Por favor".
Miré su rostro. Vi la duda, pero también el cálculo. Enviarme lejos, a otro país, sería la solución perfecta para él. Podría mantener su imagen de esposo devoto que busca la mejor cura para su esposa inválida, mientras me quitaba de en medio para siempre. Podría traer a Camila y a Marcos a su vida sin el estorbo de mi presencia diaria.
"Por supuesto, Sofía", dijo finalmente, sus ojos brillando con un alivio mal disimulado. "Haré los arreglos de inmediato. Lo que sea por ti. Lo que sea para que te recuperes".
Sabía que estaba mintiendo. Y él sabía que yo le creía. El juego había comenzado, y aunque él no lo supiera, yo ya había movido la pieza más importante en el tablero.