"He pensado en convertir el estudio de la planta baja en nuestro nuevo dormitorio, mi amor", me dijo una tarde, mientras me empujaba por el jardín. "Así no tendrás que subir escaleras y estaremos siempre juntos".
Asentí en silencio, mirando las rosas que yo misma había plantado. El olor dulce me revolvía el estómago. Cada palabra suya era una capa más de la mentira que me asfixiaba. Él no quería tenerme cerca, quería tenerme vigilada.
Unos días después, ocurrió lo inevitable. Ricardo entró en el salón donde yo leía, y no venía solo. De su mano, un niño pequeño lo miraba todo con ojos curiosos. Tenía el cabello oscuro y los mismos ojos profundos de Ricardo. Era él. Marcos.
"Sofía", dijo Ricardo con una calma que me heló la sangre. "Quiero que conozcas a alguien. Él es Marcos. Es mi hijo".
El aire se volvió denso, pesado. Mi mirada se fijó en el niño, un peón inocente en el juego cruel de sus padres. Luego miré a Ricardo, esperando ver una pizca de vergüenza, de arrepentimiento. No había nada. Solo una determinación fría. Me estaba obligando a enfrentar la razón de mi desgracia, a aceptar al hijo por el que había sacrificado al mío.
Mi vista se desvió hacia el cuello del niño. Llevaba un pequeño relicario de plata colgado de una cadena. Lo reconocí al instante. Era idéntico al que Ricardo me había regalado en nuestro primer aniversario, el que yo guardaba en mi joyero como mi tesoro más preciado. La comprensión me golpeó con la fuerza de una bofetada. No era solo una aventura. Él había creado una vida paralela, una réplica de la nuestra. Le había dado a su amante y a su hijo los mismos símbolos de amor que me había dado a mí. Yo no era única, era reemplazable.
Como si el momento no pudiera ser más surrealista, una figura apareció en el umbral. Era Camila. Vestía un elegante vestido de verano, su cabello perfectamente peinado, una sonrisa de suficiencia en sus labios. Avanzó hacia nosotros sin dudarlo.
"Hola, Sofía", dijo, su voz melosa y desafiante. "Soy Camila. La madre de Marcos".
No se estaba escondiendo. No estaba pidiendo disculpas. Estaba reclamando su lugar, plantándose frente a mí como la vencedora.
Fue demasiado. La compostura que tanto me había costado mantener se hizo añicos.
"¡Fuera!", grité, mi voz rota por el dolor y la rabia. "¡Sácalos de mi casa! ¡Ahora!"
Ricardo frunció el ceño, como si mi reacción fuera un berrinche infantil. "Sofía, cálmate. Solo quería que..."
"¡He dicho que fuera!", lo interrumpí, señalando la puerta con una mano temblorosa. "¡Lárgate con ellos! ¡No quiero verlos!"
Ricardo, viendo que insistir solo empeoraría la escena, tomó a Marcos de la mano y guió a Camila hacia la salida. Pero cuando estaban en el pasillo, lo escuché hablarle en voz baja, asegurándose de que yo pudiera oírlo.
"Perdónala, Camila. Está confundida, el trauma la ha dejado muy sensible. No entiende lo que pasa. Tenemos que ser pacientes con ella".
Me estaba pintando como una loca. Una histérica. Una pobre mujer desequilibrada por la tragedia. Apreté los puños sobre el regazo, la injusticia era un fuego que me quemaba por dentro.
Más tarde esa tarde, para reforzar mi imagen de inválida torpe y frágil, intenté alcanzar un libro de la estantería más alta desde mi silla. "Calculé" mal la distancia y, con un movimiento brusco, tiré un pesado jarrón de porcelana que se hizo añicos en el suelo, esparciendo agua y flores por todas partes.
Ricardo entró corriendo en la habitación, con el rostro lleno de una preocupación exagerada.
"¡Mi amor! ¿Estás bien? ¡Por Dios, Sofía, no te muevas!", exclamó, arrodillándose para recoger los pedazos. "No debiste intentar hacerlo sola. ¡Podrías haberte lastimado! Para eso estoy yo, para cuidarte".
Lo miré desde mi silla, con los ojos llenos de lágrimas falsas.
"Lo siento", susurré. "Solo quería... sentirme un poco útil".
"Shhh, no digas eso", me consoló, acariciando mi brazo. "Tú descansa, mi amor. Yo me encargo de todo".
Mientras limpiaba el desorden, supe que mi pequeña actuación había funcionado. En su mente, yo era cada vez más patética, más dependiente, más inofensiva. Y eso era exactamente lo que necesitaba para poder llevar a cabo mi plan. Dejaría que me subestimara, que se confiara, hasta el día en que pudiera levantarme de esta silla y destruir su mundo como él había destruido el mío.