Te Derrotaré Ladrona
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Capítulo 1

La pantalla del televisor del restaurante barato iluminaba mi cara, pero no sentía el calor de la luz, solo un frío que me calaba hasta los huesos. En la tele, mi prima Isabella Vargas sonreía, una sonrisa perfecta y brillante para las cámaras de su programa de cocina, "El Sabor del Alma". Hoy presentaba su nueva creación, el "Mole de los Secretos Familiares". Mi mole. La receta que mi abuela me susurró en su lecho de muerte, la que pasé años perfeccionando en la pequeña cocina de nuestro restaurante familiar, ahora perdido.

"La clave", decía Isabella con esa voz cantarina que todos amaban, "está en tostar los chiles con paciencia, un legado que mi familia ha protegido por generaciones".

Mentira. Ella nunca tuvo la paciencia. Siempre estaba demasiado ocupada con su imagen, con sus contactos. Yo era la que pasaba horas frente al comal, con los ojos llorosos por el humo, buscando el punto exacto que mi abuela llamaba "el suspiro del chile".

Mi teléfono vibró sobre la mesa pegajosa. Era un mensaje de mi mamá en el grupo de la familia.

"¡Qué orgullo, Isabella! ¡Estás llevando el nombre de la familia a lo más alto! Tu abuela estaría tan feliz".

Seguido por los aplausos y felicitaciones de tíos y primos, los mismos que me dieron la espalda cuando intenté decir la verdad, los que me llamaron envidiosa, una simple aficionada que quería colgarse de la fama de mi prima. Mi reputación se hizo polvo. Mi sueño de abrir mi propio restaurante, un homenaje a mi abuela, se convirtió en una broma cruel.

Nadie me creyó. Isabella era la estrella, la carismática, la que salía en la tele. Yo era la sombra, la cocinera de un pequeño local que ya ni siquiera existía, cerrado por las deudas y el escándalo. Me acusó de querer robarle sus "creaciones originales", y todos, absolutamente todos, le creyeron.

Una noticia de última hora interrumpió el programa de Isabella. Un reportero hablaba de un repentino declive en la popularidad del programa. "Fuentes cercanas a la producción", decía el reportero con seriedad, "mencionan que la chef Vargas parece haber perdido su toque creativo. Sus nuevas recetas carecen de la profundidad que la hizo famosa".

Una risa amarga se escapó de mis labios. Claro que perdió el toque. La fuente de sus "creaciones" estaba aquí, hundida en la miseria, comiendo quesadillas frías en un lugar anónimo. Su éxito estaba directamente conectado a mi existencia, a mi trabajo.

El recuerdo de esos últimos meses antes de perderlo todo era una película de terror que se repetía en mi mente. Las acusaciones de Isabella en redes sociales, los artículos en blogs de chismes de gastronomía que me pintaban como una farsante. "Sofía Romero", leí una vez, "una cocinera sin talento que intenta plagiar a su exitosa prima". La gente en la calle me señalaba. Los proveedores dejaron de fiarme.

El golpe final llegó una tarde lluviosa. El banco nos notificó del embargo del restaurante. El corazón de mi padre, ya débil, no lo soportó. Murió esa noche, sosteniendo una vieja foto de mi abuela en la puerta del local que ella había levantado con tanto esfuerzo. Mi madre, rota de dolor, me culpó. "¡Todo esto es por tu envidia, por tus mentiras!", me gritó, con la cara bañada en lágrimas. "Arruinaste el legado de tu abuela, arruinaste a esta familia".

Esa fue la última vez que hablé con ella. Me fui de la casa con una pequeña maleta y el corazón hecho pedazos. Sin familia, sin restaurante, sin honor.

La vida se volvió una sucesión de días grises, de trabajos mal pagados para apenas sobrevivir. La pasión por la cocina se extinguió, reemplazada por un profundo sentimiento de injusticia y una pregunta que me torturaba cada noche: ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo supo cada detalle, cada secreto que yo guardaba con tanto celo?

En mi pequeño y frío apartamento, la soledad era mi única compañera. La desesperación se convirtió en una manta pesada de la que no podía escapar. Una noche, con el olor a gas llenando el aire y una última lágrima rodando por mi mejilla, cerré los ojos, cansada de luchar. Sentí una extraña paz, un silencio final. No entendía nada, pero al menos el dolor se detendría.

De repente, un rayo de sol me golpeó la cara. Abrí los ojos, confundida. El olor a gas había desaparecido, reemplazado por el aroma familiar del café de olla y los frijoles refritos de mi mamá. Estaba en mi cama. En mi cuarto de la casa de mis padres. El calendario en la pared, el que tenía un gatito para cada mes, marcaba una fecha.

24 de mayo.

Un año. Había regresado exactamente un año en el tiempo, al día antes de que Isabella hiciera su primera aparición en televisión nacional, el día antes de que mi mundo comenzara a derrumbarse.

El aire se atoró en mi garganta. Estaba viva. Y tenía una segunda oportunidad.

            
            

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