Isabella y yo crecimos juntas. Éramos inseparables, o eso creía yo. Pasábamos los veranos en la cocina de la abuela, escuchando sus historias mientras ella preparaba mole, pozole y chiles en nogada. Yo me enamoré del proceso, de la magia de transformar ingredientes simples en algo extraordinario. Isabella se enamoró de la atención que la abuela recibía, de los elogios de la familia. Ella no quería aprender a cocinar, quería aprender a ser adorada.
Cuando la abuela murió, me dejó a mí su recetario personal, un cuaderno viejo y manchado de grasa con notas escritas a mano. A Isabella le dejó sus joyas. En ese momento, no le di importancia. Ahora entendía que la abuela, en su sabiduría, sabía perfectamente a quién le ardía el alma por la cocina y a quién le brillaban los ojos por el oro.
Isabella nunca me perdonó por ese cuaderno.
Recordé cómo, en mi vida pasada, después de que mi reputación fuera destruida, ella se levantó como la salvadora del legado familiar. Dio entrevistas hablando de cómo estaba "rescatando las recetas de la abuela del olvido". Construyó su imperio sobre mis ruinas, usando mis ideas, que eran la evolución de las recetas de la abuela, y presentándolas como suyas. Era una actriz brillante, vendiendo una historia de tradición y amor familiar mientras apuñalaba a su propia familia por la espalda.
Lo más doloroso fue cómo usó a nuestros parientes. Manipuló a mi tía, su madre, para que hablara mal de mí con el resto de la familia. Convenció a mi primo Carlos, que trabajaba en una imprenta, para que filtrara borradores de mis ideas de menús a un bloguero de comida que luego me acusó de plagio. Tejió una red de mentiras tan compleja que me ahogó.
Sacudí la cabeza, tratando de alejar los fantasmas. Tenía que concentrarme en el ahora. Esta vez, las cosas serían diferentes.
Decidí hacer una prueba. Tenía una idea para una nueva salsa, una combinación arriesgada de chile morita con piloncillo y un toque de café de grano. Era algo que nunca había hecho, ni siquiera mencionado a nadie. Era un secreto guardado en mi mente.
En lugar de transmitirlo en vivo, escribí la idea en mi blog personal, uno que casi nadie leía. Lo titulé "Predicción Culinaria: La Próxima Gran Salsa". Describí vagamente los sabores, sin dar la receta completa.
"Una salsa ahumada, dulce y con un toque amargo y profundo. El sabor del campo mexicano al amanecer".
Publiqué la entrada y esperé, con el corazón en un puño.
No tuve que esperar mucho. Menos de una hora después, entré al perfil de Instagram de Isabella. Había una nueva publicación. Un video corto, grabado con su teléfono en su cocina impecable y blanca.
"¡Hola, mis sabores!", decía con su sonrisa radiante. "Se me acaba de ocurrir una idea para una nueva salsa que revolucionará sus parrilladas. Imaginen esto: un toque ahumado de morita, la dulzura del piloncillo y el secreto... ¡un poco de café! ¡El sabor del amanecer en el campo! Pronto les compartiré la receta completa. ¡Qué emoción!".
Me quedé paralizado. Leí su publicación una y otra vez. Las palabras eran casi idénticas a las mías. "El sabor del amanecer en el campo". Era mi frase.
Pero lo más escalofriante era la hora de su publicación.
La había publicado diez minutos antes que yo.
Un sudor frío recorrió mi espalda. ¿Cómo era posible? No era plagio. No podía serlo. Plagiar es copiar algo que ya existe. Ella... ella lo había publicado antes.
Era como si hubiera metido la mano en mi cerebro, hubiera sacado la idea y la hubiera hecho suya antes de que yo tuviera la oportunidad de reclamarla.
Mi mente daba vueltas, tratando de encontrar una explicación lógica. ¿Había hackeado mi computadora? ¿Estaba leyendo mis borradores en tiempo real? Pero incluso eso no explicaba la velocidad. Parecía... instantáneo.
La inquietante sensación que tuve en mi vida pasada regresó con una fuerza aterradora. No estaba luchando contra una prima envidiosa y manipuladora. Estaba luchando contra algo que no entendía, algo que desafiaba la lógica. ¿Cómo se puede vencer a un enemigo que conoce tus pensamientos antes que tú?