Adiós al Cobarde Amor
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Capítulo 2

La orden de Marco resonó en el pequeño apartamento, suspendida en el aire como un veneno.

"Mi esposa tiene sed. Sírvele un vaso de agua."

Sofía se detuvo en seco, a medio camino del dormitorio. Se giró lentamente, sus ojos fijos en Marco. Él evitó su mirada, manteniendo su atención en Isabella, con una sonrisa servil pegada en los labios.

Isabella, por su parte, disfrutaba del espectáculo. Se recostó contra el marco de la puerta, cruzada de brazos, con una expresión de superioridad. Observaba a Sofía como si fuera una empleada doméstica a la que acababan de dar una instrucción simple.

El silencio se estiró, volviéndose denso e incómodo.

Fue el teléfono de Marco, sonando de nuevo, lo que rompió la tensión. Era una llamada de la aerolínea, un recordatorio de su vuelo.

Isabella aprovechó la distracción de Marco para caminar hacia Sofía. Se detuvo a un palmo de ella, invadiendo su espacio personal. El perfume caro y abrumador de Isabella llenó las fosas nasales de Sofía.

"Escúchame bien, empleaducha," siseó Isabella en voz baja, para que solo Sofía la oyera. "No sé qué le viste a un hombre como Marco, un tipo sin futuro que tuvo que venderme su cuerpo para conseguir un ascenso, pero él ahora es mío. Y este departamento," dijo, haciendo un gesto amplio con la mano, "también es mío. Lo compré para él."

Sofía la miró sin expresión.

Isabella soltó una risita burlona.

"Ah, veo que no lo sabías. Pobre ilusa. Crees que vivías en el nidito de amor que construyeron juntos, ¿verdad? Pues no. Todo esto lo pagué yo. La renta, los muebles, hasta la ropa que lleva puesta."

Marco terminó su llamada y se acercó a ellas, notando la tensión.

"¿Qué pasa, cariño?" le preguntó a Isabella, pasando un brazo por sus hombros.

Isabella se giró hacia él, su rostro transformado de nuevo en una máscara de dulzura.

"Nada, mi amor. Solo le estaba explicando a... ¿cómo te llamas? Ah, sí, Sofía. Le estaba explicando que necesitamos que se vaya ahora. Tenemos cosas que hacer antes de nuestro viaje."

La forma en que dijo "nuestro viaje" fue una daga directa al corazón de Sofía. Era el viaje que ella y Marco habían planeado durante meses, un viaje para celebrar su séptimo aniversario.

Marco asintió, volviéndose hacia Sofía con una expresión de falsa disculpa.

"Sofía, por favor. No hagas las cosas más difíciles. Solo recoge tus cosas y vete."

Su tono era el de alguien que se deshace de un problema molesto. El hombre que le había jurado amor eterno hacía apenas unos días ahora la trataba como basura.

"¿Y a dónde se supone que voy a ir?" preguntó Sofía, su voz un susurro tembloroso. No por debilidad, sino por la pura incredulidad de la situación.

Isabella se encogió de hombros, examinando sus uñas perfectamente cuidadas.

"Ese no es mi problema, ni el de Marco," dijo con indiferencia. "Puedes llamar a tus padres, si es que tienes. O a alguna amiga. O dormir en la calle, me da igual. Pero de esta casa te vas ahora mismo."

La crueldad de Isabella era directa, sin adornos. Pero lo que más le dolió a Sofía fue la pasividad de Marco. Él estaba allí, de pie, permitiendo que su nueva mujer la humillara de esa manera en el que había sido su hogar. Ni una palabra de defensa. Ni un gesto de compasión.

Se había convertido en el perro faldero de Isabella.

"Está bien," dijo Sofía, levantando la barbilla. La humillación se estaba convirtiendo en una rabia fría y dura. "No necesitan decírmelo dos veces."

Se dio la vuelta y entró en el dormitorio. Abrió el armario, el armario que compartían, y empezó a sacar su ropa. Sus manos temblaban ligeramente, pero sus movimientos eran decididos. Cogió una maleta del fondo y la tiró sobre la cama.

Marco e Isabella la observaban desde la puerta, como dos guardias de prisión.

"Apúrate," dijo Isabella con impaciencia. "Nuestro vuelo sale en tres horas y quiero pasar por el salón VIP del aeropuerto."

Sofía siguió empacando en silencio, metiendo ropa en la maleta de cualquier manera. Camisetas, pantalones, los pocos vestidos que tenía. Cada prenda era un recuerdo, una pequeña espina. El suéter que Marco le regaló en su primer aniversario. El vestido que usó la noche que le propuso matrimonio.

De repente, Marco entró en la habitación.

"Deja eso," le dijo, señalando un pequeño oso de peluche que estaba sobre la mesita de noche. "Eso me lo regalaste tú. Es mío."

Sofía lo miró, incrédula.

"¿Hablas en serio?"

"Muy en serio," dijo él, su rostro duro. "Isabella es alérgica al polvo. No quiero nada aquí que pueda molestarla."

Cogió el oso y lo tiró al pasillo con desprecio.

La rabia de Sofía finalmente explotó.

"¡Eres un cobarde!" le gritó, su voz llena de todo el dolor y la frustración acumulados. "¡Un maldito cobarde y un vendido!"

Isabella entró en la habitación, aplaudiendo lentamente.

"Vaya, vaya. La gatita mansa sacó las garras," dijo con una sonrisa venenosa. "Qué patético. ¿Peleando por un hombre que te desechó como a un trapo viejo?"

Sofía se giró hacia ella. "Tú no sabes nada."

"Oh, sé más de lo que crees," replicó Isabella. "Sé que eres una empleada mediocre, sin ambiciones, que se aferraba a Marco porque no tienes nada más en tu vida. Él se merece algo mejor. Se merece a alguien como yo, alguien que puede darle el mundo."

Marco asintió, de pie detrás de Isabella como una sombra.

"Ella tiene razón, Sofía. Yo necesito más de lo que tú puedes ofrecerme."

Sofía sintió como si el suelo se abriera bajo sus pies. No por la pérdida de Marco, sino por el profundo desprecio que él sentía por ella, un desprecio que había mantenido oculto durante años.

Terminó de meter sus cosas en la maleta. No era mucho. Su vida de los últimos siete años cabía en una maleta de tamaño mediano.

La cerró de un tirón.

"Ya está," dijo, su voz desprovista de emoción. "Ya me voy."

Arrastró la maleta hacia la puerta, pasando entre ellos dos. No los miró. No quería ver sus rostros triunfantes.

Cuando llegó a la puerta de salida, la voz de Isabella la detuvo.

"Espera un momento."

Sofía se giró.

Isabella caminó hacia ella y le extendió una tarjeta de crédito.

"Toma. Para que no digas que te dejamos en la calle. Es una tarjeta con un límite de cinco mil pesos. Te debería alcanzar para un hotel barato por una noche."

Era la humillación final. Una limosna.

Sofía miró la tarjeta, luego miró a Isabella. Y por primera vez en toda la tarde, sonrió. Una sonrisa genuina, aunque helada.

"No, gracias," dijo. "No necesito tu caridad."

Y sin decir una palabra más, abrió la puerta y salió, dejando atrás los restos de su vida anterior. El sonido de la puerta cerrándose a su espalda fue el más liberador que había escuchado en mucho tiempo.

            
            

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