León corrió sin rumbo bajo la lluvia, el agua fría empapando su ropa y mezclándose con las lágrimas que no podía contener. Finalmente, se detuvo en una esquina, sacó su teléfono y marcó el número de su hermana.
"Elena", dijo con voz ahogada, rota. "Tenías razón".
Hubo un silencio al otro lado de la línea. Elena siempre había sospechado de los verdaderos sentimientos de Sofía, siempre había intentado advertirle.
"Acepto la beca en Barcelona", continuó León, cada palabra un esfuerzo. "Y esa arquitecta de la que me hablaste... preséntamela. Necesito irme. Ahora".
Elena no hizo preguntas. Comprendió todo. Con una eficiencia protectora, se encargó de organizar su partida.
Unas horas antes de su vuelo, el teléfono de León vibró. Era un mensaje de Sofía.
"León, Ricardo y yo somos pareja. Vamos a competir juntos de nuevo y a dirigir la milonga. Olvídame".
Adjunto al mensaje, había una foto. Sofía y Ricardo, abrazados en el centro de la pista de baile de "El Corazón". Él, con su aire de maestro legendario; ella, sonriendo, radiante. Parecían la pareja perfecta.
León sintió un vacío en el estómago. Miró la foto durante un largo minuto, memorizando cada detalle de la traición. Luego, tecleó una respuesta.
"Entendido".
Fue todo lo que escribió. Borró su número, bloqueó su contacto y luego se dirigió a una vieja caja de zapatos que guardaba debajo de su cama. Dentro estaban todos los recuerdos de Sofía: entradas a milongas, un pañuelo de seda que ella le había regalado una vez, bocetos de coreografías que había creado soñando con bailar con ella.
Sin dudarlo, cogió la caja y la tiró al contenedor de basura en la calle. El sonido de los objetos al caer fue sordo, final.
En Barcelona, la vida era diferente. La ciudad era una sinfonía de arquitectura y arte que no tenía nada que ver con los rincones nostálgicos de Buenos Aires. Allí conoció a Isabella Hewitt.
Isa, como le pidió que la llamara, era arquitecta. Tenía una forma de mirar el mundo que fascinaba a León. Veía la estructura bajo la superficie, la historia en cada ladrillo. Era inteligente, empática y, lo más importante, no lo presionaba.
No le preguntó por su pasado. No intentó arreglarlo. Simplemente le ofreció su amistad y le mostró una ciudad llena de nueva inspiración.
Isa veía en su tango no solo la pasión herida, sino una narrativa profunda, una estructura que, como un edificio antiguo, podía ser restaurada, reconstruida sobre cimientos más fuertes. Le dio espacio para respirar, para empezar a sanar lejos del eco de "El Corazón".