Su Amor Imprudente, Su Amargo Final
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Capítulo 8

-Yo no lo hice -dijo Sofía, con la voz temblorosa.

La rabia de Santiago se desbordó. Le arrancó el relicario del cuello, la delicada cadena rompiéndose. Lo arrojó al suelo y lo pisoteó con el talón, aplastando el corazón de plata. Ni siquiera se dio cuenta de que su propia foto ya no estaba dentro.

La levantó y la empujó hacia la mesa del comedor, señalando la olla de sopa.

-¡Mírala! ¡Apesta a vino!

Su rostro estaba contraído por la decepción y la furia.

-No puedo creerlo, Sofía. Sigo dándote oportunidades y tú sigues intentando lastimarla. -Se inclinó, su voz un susurro venenoso-. Te lo advierto. Si algo le pasa a Ximena o a ese bebé, te haré pagar.

Sofía miró su rostro furioso y luego el relicario roto en el suelo, las imágenes de sus padres ahora destrozadas. Una risa salvaje y desquiciada brotó de su pecho.

Rió hasta que las lágrimas corrieron por su rostro. Lo miró, con los ojos rojos y en carne viva.

-¿Por qué? -gritó, su voz quebrándose-. Después de todo, ¿por qué me tratas así? -Su compostura finalmente se hizo añicos-. ¡Bien! ¡Lo hice! ¡Puse el vino en la sopa! ¿Qué vas a hacer al respecto, Santiago? ¿Me vas a matar? ¡Adelante, hazlo! ¡Te reto!

Él nunca la había visto así. El dolor crudo y desesperado en sus ojos le hizo dudar por un momento. Su corazón se encogió con una emoción que se negó a nombrar.

Pero la reprimió. Estaba siendo irracional. Histérica.

Se volvió hacia sus guardias.

-Hagan que se la beba -ordenó, su voz como el hielo-. Toda.

Salió furioso de la habitación, incapaz de mirar.

Los guardias la agarraron, forzándola a sentarse en una silla. Uno le abrió la boca a la fuerza mientras el otro comenzaba a verter la sopa por su garganta. El fuerte e innegable olor a alcohol la golpeó. Alguien la había adulterado después de que ella saliera de la cocina.

Le hicieron beber toda la olla de sopa. Cuando estuvo vacía, comenzaron con una botella de vino blanco, el líquido quemando un camino de fuego por su esófago hasta su estómago.

Su cuerpo se convulsionó. Un dolor agudo y cegador la desgarró. Comenzó a vomitar, pero no era solo sopa lo que salía. Era sangre. Sangre roja y brillante, salpicando el mantel blanco impecable.

El mundo se volvió negro.

Despertó en el hospital. De nuevo.

El rostro del doctor era una máscara de finalidad sombría.

-Insuficiencia renal aguda y hemorragia gástrica severa -dijo, su voz cargada de lástima-. Lo siento, señorita Jiménez. No hay nada más que podamos hacer.

Mientras se iba, Santiago y Ximena entraron corriendo. Ximena estaba pálida pero por lo demás bien. Santiago, sin embargo, parecía frenético.

Vio a Sofía, pálida e inmóvil en la cama, y su ira pareció desvanecerse, reemplazada por una preocupación cruda y dolorosa. Corrió a su lado, tomándole la mano. La suya temblaba.

-Sofía -dijo, su voz densa de emoción-. El doctor... ¿qué dijo?

Ella lo miró, su mirada vacía. No había nada que perder.

-Me estoy muriendo, Santiago -dijo, su voz un débil susurro-. Hace cinco años, te di mi riñón. Y ahora, el otro ha fallado. Me estoy muriendo.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, pesadas e increíbles. Santiago la miró fijamente, su rostro un lienzo de confusión. Ximena, de pie detrás de él, se puso pálida como la muerte.

                         

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