Llegó a su departamento, un espacio sobrio de paredes claras y muebles funcionales. Lo primero que hizo fue dejar las llaves en el mismo cuenco de madera junto a la puerta. Después se quitó la chaqueta, doblándola con precisión antes de colgarla. Era un gesto aprendido, una rutina que lo mantenía de pie. Si el caos alguna vez regresaba, al menos su casa sería un lugar donde cada cosa estaba en su sitio.
Encendió la ducha. El agua caliente cayó sobre su espalda marcada por cicatrices que no necesitaban espejo para recordarle lo vivido. Cerró los ojos y dejó que el vapor llenara el baño. Respiró hondo. El agua era su tregua. Bajo ese chorro podía convencer a su mente de que los sonidos de artillería y las órdenes gritadas eran parte de otro mundo.
Al salir, se puso la misma pijama de siempre: pantalón de algodón gris, camiseta negra. Se sentó en el sofá, prendió la televisión y buscó el mismo canal de caricaturas que lo acompañaba cada noche. No porque le interesaran realmente, sino porque la inocencia de los colores brillantes y los chistes simples servían de escudo contra los recuerdos. Era difícil que la mente se hundiera en la oscuridad si en la pantalla un gato corría detrás de un ratón con una sartén en la mano.
Luego, como de costumbre, estiró las piernas sobre la alfombra y comenzó a hacer flexiones. Contaba cada repetición en silencio, respirando con disciplina, sintiendo cómo los músculos se tensaban y liberaban. El sudor le recorría la frente cuando terminó y, sin esperar, se dirigió a la cocina. Una cena sencilla: pechuga a la plancha, ensalada, un vaso de agua. Nada elaborado, nada fuera del patrón. La rutina era orden, y el orden era supervivencia.
Sin embargo, esa noche algo fallaba.
Mientras partía el pollo con precisión casi quirúrgica, la imagen de Clara apareció en su mente. Su voz clara, segura, repitiendo su nombre. Su manera de mirarlo como si pudiera descifrarlo sin esfuerzo. La forma en que había dicho el silencio también cura. Ethan apoyó los cubiertos y frunció el ceño, molesto consigo mismo. No podía permitirse esa distracción. Una mujer que apenas conocía no debía ocuparle ni un minuto fuera del trabajo. Y, sin embargo, allí estaba.
Terminó la cena, lavó los platos con la misma calma metódica y se encaminó al dormitorio. La cama, hecha con pliegues rectos, lo esperaba como un cuartel bien inspeccionado. Se tendió sobre las sábanas limpias, apagó la luz y cerró los ojos.
El silencio lo envolvió.
Intentó concentrarse en la respiración, en el ritmo que solía calmar su mente. Uno, dos, tres. Inhalar, exhalar. Pero en lugar de disiparse, la imagen de Clara regresaba una y otra vez. Sus manos sobre la carpeta, el brillo en sus ojos al pedir un croissant, la sonrisa que parecía conocer más de lo que decía.
Ethan se dio la vuelta en la cama. No era la primera vez que alguien intentaba entrar en su vida con consejos bienintencionados, y siempre había cerrado la puerta antes de que pudieran ver demasiado. Pero algo en Clara era diferente. Tal vez su firmeza, tal vez su naturalidad, tal vez la simple coincidencia de que lo hubiera mirado sin miedo.
Golpeó con suavidad la almohada, frustrado. La disciplina era un escudo eficaz contra las memorias de guerra, pero ¿Qué podía hacer contra una psicóloga con ojos atentos y una sonrisa que desarmaba?
Apretó los párpados con fuerza. No. No iba a permitirlo. Mañana volvería a la cafetería, serviría cafés, sonreiría a los clientes y dejaría que la rutina hiciera su trabajo. Clara Roselló no debía significar nada.
Y sin embargo, cuando por fin el sueño lo alcanzó, su mente no lo llevó a trincheras ni a campos áridos. Lo llevó de nuevo a la mesa junto a la ventana, donde ella escribía en silencio con una taza humeante a su lado.
Por primera vez en mucho tiempo, Ethan soñó sin disparos, sin humo, sin sangre. Soñó con una mujer que había logrado desequilibrarlo con apenas un par de palabras.