"¡He sido tu padre durante veinte años!", rugió Don Ricardo, su rostro congestionado por la ira. "Mi única tolerancia hacia ti ahora es porque Máximo necesita tu riñón. Si no fuera por eso, ya te habría echado de mi casa a patadas".
Se acercó, su aliento apestando a vino caro. "Tú y tus padres muertos de hambre deberían haber muerto en ese accidente hace años. Solo te salvé porque sabía que tu sangre era compatible con la de mi hijo. ¡Tu vida nos pertenece!".
El horror de sus palabras dejó a Iván sin aliento. No era un hijo. Era una póliza de seguro, una bolsa de órganos de repuesto.
"Ahora", dijo Don Ricardo, agarrándolo del brazo, "vas a ir a pedirle perdón a Máximo". Dos guardias de seguridad aparecieron en la puerta y lo arrastraron fuera de la habitación.
Lo arrojaron al suelo de la habitación de Máximo, a los pies de la cama.
"¡Pídele perdón!", ordenó Don Ricardo.
Iván levantó la vista. Máximo estaba recostado en la cama, con una expresión de falsa debilidad y preocupación en el rostro. Pero detrás de esa máscara, sus ojos brillaban con un triunfo cruel.
"Padre, no seas tan duro con él", dijo Máximo con voz lastimera. "Estoy seguro de que no quería que su perro me atacara". Sus palabras solo avivaron la furia de Don Ricardo.
Máximo se inclinó, fingiendo ayudar a Iván a levantarse. Pero en lugar de eso, apretó con fuerza el brazo de Iván, justo donde tenía las heridas de la pelea con los guardias. Un gemido de dolor escapó de los labios de Iván.
"¡No!", dijo Iván, apartándose de él. "No voy a disculparme. No hice nada malo".
Máximo fingió una caída dramática, tropezando hacia atrás y cayendo al suelo. "¡Ay! ¡Mi cabeza!".
Fue la excusa que Don Ricardo necesitaba. Se abalanzó sobre Iván, golpeándolo una y otra vez, estrellando su cabeza contra el suelo de mármol. Iván, agotado física y emocionalmente, dejó de resistirse.
Perdió el conocimiento con la imagen de la crueldad de Don Ricardo y la sonrisa triunfante de Máximo grabada en su mente.
Despertó días después, solo en la habitación. Su cuerpo estaba cubierto de moratones. Pero su mente estaba clara. Tenía que irse.
Se levantó con dificultad y salió de la casa. No se despidió de nadie. Su primer y único destino fue el veterinario.
Pagó la cuenta de Bruto y luego donó todo el dinero que le quedaba en su cuenta bancaria a la clínica, que también funcionaba como refugio.
"Por favor, cuídenlo bien", le dijo al director, un hombre amable que conocía su historia y lo miraba con compasión. "Encuéntrenle un buen hogar. Lejos de aquí".
El director asintió, con los ojos llenos de tristeza. "¿No te lo llevas?".
"No puedo", respondió Iván, acariciando la cabeza de Bruto por última vez. "A donde voy, no puedo llevarlo".
Se dio la vuelta y se marchó, sabiendo que nunca más volvería a ver a su único amigo. Era el último lazo que cortaba con su antigua vida.