Hace años, éramos tres amigos inseparables con un sueño compartido en el mundo de la moda. Pero ellos, carcomidos por la envidia y la ambición, me tendieron una trampa. Me manipularon, robaron mis diseños y me hicieron perder la beca que cambiaría mi vida. Me dejaron sin nada, ni dinero, ni reputación, ni sueños. Ahora, ellos eran las estrellas ascendentes de la industria, mientras yo servía copas para poder pagar la renta.
Laura me vio desde la pista de baile, sus ojos se entrecerraron con malicia. Susurró algo al oído de Carlos, y ambos se rieron. Luego, se separó de él y caminó directamente hacia mí. Su sonrisa era falsa, un gesto practicado frente a los espejos.
"Sofía, querida, qué sorpresa verte aquí," dijo con una voz tan dulce que era empalagosa. "Veo que finalmente encontraste tu lugar en la industria de la moda."
Su mano, adornada con un anillo de diamantes deslumbrante, se movió "accidentalmente" y golpeó mi bandeja. La copa de champán que llevaba se tambaleó y se derramó sobre su vestido. El líquido dorado manchó la seda blanca.
Se hizo un silencio incómodo a nuestro alrededor. Todos los ojos se posaron en nosotras.
Laura soltó un grito ahogado, dramático y perfectamente calculado. "¡Mi vestido! ¡Es una edición limitada! ¿Sabes cuánto cuesta esto? ¡Probablemente más de lo que ganarás en toda tu vida!"
Las lágrimas brotaron de sus ojos, lágrimas de cocodrilo para la audiencia que la rodeaba. Carlos corrió a su lado, la rodeó con sus brazos y me lanzó una mirada de puro desprecio.
"¿Qué demonios te pasa, Sofía? ¿Todavía no puedes soportar vernos felices y exitosos?"
La humillación me quemaba por dentro, una ola de calor que me subía desde los pies hasta la cara. Me quedé paralizada, sin palabras, mientras el gerente del evento se acercaba corriendo para disculparse profusamente con ellos y me despedía en el acto.
Mientras caminaba hacia la salida de servicio, con las risas y los murmullos a mis espaldas, la desesperación me consumió. Me apoyé contra la pared fría de un callejón apestoso, la lluvia fina comenzaba a caer, mezclándose con las lágrimas que finalmente me permití derramar. Recordé mi sueño de la infancia, el boceto de un vestido que dibujé a los ocho años, la promesa que me hice a mí misma de convertirme en una diseñadora reconocida. Todo se había ido, todo me lo habían arrebatado.
Cerré los ojos con fuerza, deseando que todo fuera una pesadilla. Deseando una segunda oportunidad.
Cuando los abrí de nuevo, no estaba en el callejón. La luz del sol entraba a raudales por una ventana familiar, iluminando los pósteres de diseñadores de moda en mi pared. Estaba en mi cama, en mi habitación de la casa de mis padres. El calendario en mi escritorio marcaba una fecha que me heló la sangre: tres meses antes de la audición para la beca.
Había vuelto. Había vuelto al punto de partida, antes de la traición, antes de la ruina.
Una sonrisa lenta y fría se dibujó en mis labios. Esta vez, no sería la víctima. Esta vez, sería yo quien reclamara lo que es mío. La venganza sería mi obra maestra.
Los días siguientes fueron un torbellino de adaptación. Mi mente, endurecida por años de lucha y miseria, estaba atrapada en el cuerpo de mi yo más joven e ingenuo. Fue extraño ver a mis padres, que en mi vida anterior habían envejecido prematuramente por la preocupación y la decepción, ahora llenos de vida y esperanza por mi futuro.
En el instituto, todo era dolorosamente familiar. Los pasillos ruidosos, los casilleros metálicos, las caras de mis compañeros. Y luego los vi. Carlos y Laura, caminando de la mano por el pasillo, riendo como si no tuvieran ninguna preocupación en el mundo. Por un momento, el odio me cegó. Quería correr hacia ellos, gritarles, exponerlos por los monstruos que eran. Pero me contuve. La paciencia era un arma que había aprendido a usar muy bien.
Sin embargo, algo en Carlos era diferente. No era el mismo chico ambicioso pero inseguro que recordaba de esta época. Había una arrogancia en su postura, una seguridad en su mirada que no le correspondía. Era la misma mirada que tenía en el banquete, la de un hombre que ya había saboreado el éxito.
La confirmación llegó al día siguiente. Durante el almuerzo, en medio del patio lleno de estudiantes, Carlos se subió a una de las mesas. Sostenía un ramo de rosas tan grande que apenas podía ver por encima de él.
"¡Laura!", gritó, su voz resonando en todo el patio. "Desde que te conocí, mi mundo ha cambiado. Quiero que todo el mundo sepa que eres la única para mí. ¡Te amo!"
Los estudiantes estallaron en aplausos y vítores. Laura se cubrió la boca, fingiendo sorpresa y emoción, pero vi la tensión en sus hombros. Su sonrisa no llegaba a sus ojos.
Me quedé helada. Esto no había sucedido en mi vida anterior. Esta muestra pública y exagerada de afecto era algo que Carlos solo haría después de volverse rico y famoso. La sangre se me fue de los pies. No podía ser. ¿Era posible?
Carlos también había renacido.
El juego acababa de cambiar. Ya no se trataba solo de evitar sus trampas. Ahora era una carrera, una pelea directa contra un oponente que conocía el futuro tanto como yo. La tensión en el aire se volvió palpable.
Laura, a pesar de ser el centro de atención, parecía cada vez más incómoda. Carlos la colmaba de regalos caros, la recogía en la puerta de su casa con el coche de su padre, y no perdía oportunidad para proclamar su amor de una manera que a todos les parecía romántica, pero que yo sabía que era una actuación. Veía el pánico en los ojos de Laura cada vez que Carlos hablaba de su "futuro brillante juntos". Ella era su cómplice, sí, pero también era una pieza en su tablero de ajedrez, y parecía estar dándose cuenta de que él tenía sus propios planes.
La rigidez en su sonrisa, la forma en que su mano se crispaba en el brazo de Carlos, la mirada ansiosa que lanzaba a su alrededor cuando pensaba que nadie la veía. Todo me decía que Laura estaba atrapada. Tal vez en su vida anterior, ella creyó que estaba en una asociación de iguales, pero ahora, con el comportamiento maníaco de Carlos, estaba empezando a dudar.
Mientras ellos montaban su circo, yo me enfoqué. Me encerré en mi habitación y en la biblioteca de la escuela. Desempolvé mis viejos libros de texto sobre teoría del color, historia de la moda, patronaje y textiles. Al principio, temía haber olvidado todo, que los años de servir mesas hubieran borrado el conocimiento por el que tanto había trabajado.
Pero para mi sorpresa, fue todo lo contrario. La información fluía de regreso a mí con una facilidad increíble. Los conceptos que antes me costaban horas de estudio ahora me parecían obvios. Mis manos, al dibujar bocetos, se movían con una seguridad y una habilidad que mi yo de diecisiete años no poseía. Eran las manos de una diseñadora que había pasado años perfeccionando su arte en secreto, incluso en la miseria.
Cada noche, mientras Carlos y Laura perdían el tiempo en citas elaboradas, yo estudiaba hasta la madrugada. Llenaba cuadernos enteros con nuevos diseños, ideas que eran una fusión de la frescura de mi juventud y la sofisticación de mi experiencia futura. Me sentía fuerte, enfocada. El dolor y la humillación del pasado se estaban transformando en combustible.
La confrontación directa llegó antes de lo que esperaba. Estaba en el salón de clases, organizando mis apuntes y bocetos para la próxima clase de arte, cuando Laura se acercó a mi escritorio. El resto de la clase estaba enfrascada en sus propias conversaciones, pero un silencio incómodo se formó a nuestro alrededor.
"Sigues con tus dibujitos, Sofía," dijo, su voz con un tono burlón. "Algunas personas nunca aprenden a aspirar a algo más grande."
Antes de que pudiera responder, su mano se movió, "tropezando" con mi pila de papeles. Mis apuntes y, lo que es más importante, mis bocetos, se desparramaron por el suelo sucio.
"¡Uy, qué torpe soy!", exclamó con una falsa inocencia que me revolvió el estómago.
Levanté la vista del desastre en el suelo y la miré directamente a los ojos. El ruido de la clase se había desvanecido. Todos nos estaban mirando. En mi vida anterior, me habría puesto a llorar. Me habría sentido pequeña y patética.
Pero ya no.
Me levanté lentamente, sin apartar la mirada de la suya. Había una calma fría dentro de mí, una calma que la descolocó. Ella esperaba lágrimas, ira, una reacción que la hiciera quedar como la víctima. No se la di.
"No te preocupes, Laura," dije, mi voz firme y clara. "La basura se recoge."
Me agaché, recogí mis papeles con cuidado, uno por uno, y los limpié con la manga de mi suéter. Luego, volví a mi asiento, le di la espalda y continué organizando mis cosas como si ella no existiera.
Pude sentir su rabia, su frustración por no haber conseguido la reacción que quería. Pude sentir los ojos de toda la clase sobre mí, no con lástima, sino con una nueva curiosidad.
El mensaje era claro. La vieja Sofía estaba muerta. Y la nueva no iba a ser pisoteada tan fácilmente.