Me senté en mi mesa habitual, en la esquina más alejada, y abrí mi cuaderno de bocetos. Las líneas y las formas en el papel eran mi verdadero refugio, mi verdadero campo de batalla. Mientras mis manos se movían, mi mente repasaba el pasado. Recordé las innumerables noches que pasé estudiando, las horas dedicadas a perfeccionar una sola costura, el sacrificio de mi vida social por mi sueño. Todo ese esfuerzo, todo ese trabajo duro, fue lo que Carlos y Laura me robaron.
Esta vez, no dejaría que nada ni nadie se interpusiera en mi camino. No me distraerían con su drama barato y sus provocaciones infantiles. Si Carlos quería hundirse en su propia estupidez, que lo hiciera. Yo tenía un objetivo claro: la beca para el Instituto de Diseño de Milán. Y cada minuto que él perdía en sus tonterías, era un minuto que yo ganaba.
El ambiente en casa de mis padres, aunque amoroso, se estaba volviendo una distracción. Las conversaciones a la hora de la cena, las preguntas sobre mi día, todo me recordaba una normalidad que ya no sentía. Necesitaba un espacio propio, un lugar donde pudiera sumergirme por completo en mi trabajo sin interrupciones.
Al día siguiente, presenté una solicitud para mudarme a los dormitorios de la escuela. Mi argumento fue simple y lógico: quería eliminar el tiempo de viaje y tener acceso a los talleres y la biblioteca de la escuela a todas horas. Mis padres, viendo mi determinación y mis excelentes calificaciones recientes, aceptaron a regañadientes.
Mudarse al dormitorio fue como respirar aire fresco. Tenía un pequeño escritorio, una cama y un armario, pero para mí, era un santuario. Podía trabajar hasta las tres de la mañana sin que nadie me dijera que apagara la luz. Podía cubrir las paredes con mis bocetos y notas sin tener que dar explicaciones.
Mientras tanto, el espectáculo de Carlos y Laura continuaba, volviéndose cada vez más absurdo. Un día, mientras estaba en la biblioteca, un zumbido fuerte interrumpió el silencio. Todos nos asomamos a la ventana para ver un dron sobrevolando el patio de la escuela. Llevaba una pancarta que decía: "Laura, eres la reina de mi universo. Tuyo por siempre, Carlos."
Algunas chicas suspiraron con envidia. Yo solo sentí una mezcla de lástima y desprecio. ¿Cuánto dinero habría gastado en esa estupidez? Dinero que claramente no tenía.
La respuesta llegó pronto. Empecé a notar que Laura ya no se veía tan feliz con los gestos de Carlos. Las discusiones entre ellos se volvieron más frecuentes, susurros furiosos en los pasillos cuando pensaban que nadie los escuchaba.
"¡Me prometiste ese bolso! ¡Todas mis amigas lo tienen!", la escuché decirle un día, su voz un chillido contenido.
"Ten paciencia, nena. El dinero llegará pronto, ya verás," respondió Carlos, su voz un poco desesperada.
Sus trabajos de medio tiempo no eran suficientes para financiar el estilo de vida que le había prometido. Su billetera, que al principio parecía inagotable gracias a los ahorros y al dinero que le sacaba a sus padres, ahora estaba casi siempre vacía. Vi cómo su expresión cambiaba cuando Laura señalaba algo en un escaparate, una mezcla de pánico y resentimiento.
Un lunes, la dinámica cambió drásticamente. Laura, que había estado fría y distante con él durante días, de repente volvió a ser la novia cariñosa y sonriente. Lo abrazaba en los pasillos, reía de sus chistes malos y lo miraba con una adoración que era completamente falsa. Y ese mismo día, Carlos apareció con un reloj nuevo y caro.
No necesité ser un genio para saber lo que había pasado. Había conseguido dinero, y no de una manera legal. Más tarde, escuché a su madre quejándose por teléfono con una amiga sobre cómo habían desaparecido doscientos mil pesos de la caja fuerte de su casa. No reportaron el robo. Sabían quién había sido.
La primera evaluación mensual llegó como un balde de agua fría para ellos. Mis calificaciones habían subido de manera constante, colocándome entre los cinco primeros de mi grado. Me sentía satisfecha, pero no sorprendida. Estaba cosechando lo que sembraba.
Los resultados de Carlos y Laura, por otro lado, fueron un desastre. Sus nombres estaban en la parte inferior de la lista. Carlos, que en mi vida anterior siempre había sido un estudiante decente (principalmente copiando mi trabajo), ahora era uno de los peores. Laura no estaba mucho mejor. Habían pasado tanto tiempo de compras, en el cine y montando su teatro romántico que se habían olvidado de lo más básico: estudiar.
Mi tutora, la profesora Morales, me llamó a su oficina un día después de clases. Era una mujer amable que siempre me había apoyado.
"Sofía, estoy muy orgullosa de tu progreso," comenzó, sonriendo cálidamente. "Tu dedicación es ejemplar."
"Gracias, profesora."
Hizo una pausa, su expresión se volvió más seria. "También estoy preocupada. Preocupada por Carlos. Solían ser tan buenos amigos... Sus calificaciones se han desplomado. Sus padres están desesperados. Me preguntaba si podrías... hablar con él. Tal vez tú podrías hacerlo entrar en razón."
Miré a la profesora Morales, una buena mujer que no tenía idea de la oscuridad que se escondía detrás de la fachada de Carlos. En mi vida anterior, habría aceptado sin dudarlo. Habría sentido que era mi deber ayudar a mi amigo.
Pero ya no.
"Lo siento, profesora," dije, mi voz firme pero respetuosa. "Carlos tomó sus propias decisiones. Ya no somos amigos. No creo que sea mi lugar intervenir."
La profesora pareció sorprendida por mi respuesta directa, pero asintió lentamente. "Entiendo. Tienes razón. Cada quien es responsable de su propio camino."
Salí de su oficina con la cabeza en alto. Mi camino estaba claro. Y no iba a desviarme por nadie.