Errores imperdonables, deudas impagas
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Capítulo 8

Kael se mantuvo firme, su cuerpo irradiando una calma fría y peligrosa.

-Suéltala.

-Claro -se burló el hombre de la cicatriz-. Pero primero, un pago. Por los siete años que mi hermano se pudrió en la cárcel por tu culpa. Por el negocio que destruiste.

-Dime tu precio -dijo Kael, su voz uniforme.

El hombre se rio.

-No quiero tu dinero. Quiero tu empresa. Toda. Los datos centrales de tu nuevo proyecto. Escuché que vale miles de millones.

Elena, observando desde las sombras de un edificio cercano, sintió que se le helaba la sangre. Proyecto Quimera. Era el trabajo de la vida de Kael, la culminación de siete años de esfuerzo implacable. Era el futuro de su empresa. Renunciar a él sería un suicidio profesional. Nadie haría ese intercambio.

-Bien -dijo Kael sin un momento de vacilación.

La palabra quedó suspendida en el aire, pesada e increíble. Elena observó en un silencio atónito cómo Kael hacía una llamada. En veinte minutos, un asistente de aspecto nervioso llegó con un disco duro. Kael lo tomó y se lo arrojó al secuestrador.

-Ahora suéltala -dijo Kael.

El hombre sonrió, una sonrisa cruel y triunfante.

-Todavía no. -Señaló un cuchillo oxidado en una caja cercana-. Humillaste a mi hermano. Quiero verte sangrar. Un corte por cada año que estuvo adentro. Sesenta cortes. Si lo haces, la dejaré ir.

Sofía gritó, su cuerpo colgando precariamente sobre el borde de un muelle de carga que caía a las aguas oscuras y turbulentas de abajo.

Elena sabía lo que haría. Por Sofía, haría cualquier cosa.

Kael recogió el cuchillo. No se inmutó. Presionó la hoja contra su propio brazo y trazó una línea larga y profunda. La sangre brotó, de un rojo brillante contra su piel pálida.

Uno.

Dos.

Tres.

Hizo los cortes con una precisión sombría y metódica, su rostro una máscara de piedra. El único sonido en el almacén eran los sollozos aterrorizados de Sofía y el sonido húmedo y resbaladizo de la hoja partiendo su piel.

La mano de Elena tembló mientras sacaba su teléfono. Sus dedos estaban entumecidos, pero logró marcar el 911.

-Hay una situación de rehenes -dijo, su voz un susurro bajo y constante mientras daba la dirección-. Un hombre está siendo forzado a hacerse daño. Por favor, apúrense.

Para cuando levantó la vista, la sangre manchaba la camisa de Kael, sus brazos un lienzo de líneas carmesí. Se tambaleaba, pero su mano estaba firme. Estaba en el corte cincuenta y ocho cuando hizo la llamada. No se detuvo. Cincuenta y nueve. Sesenta.

Terminó y dejó caer el cuchillo. Resonó en el suelo de concreto. Miró al secuestrador, su rostro pálido y resbaladizo por el sudor.

-¿Satisfecho? -graznó.

            
            

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