Capítulo 10 Los secretos no dormían

Camila no había dormido bien desde aquella noche en que lo volvió a ver. No porque algo puntual hubiera pasado entre ellos -porque no, él apenas la miró como a una desconocida- sino porque esa mirada, esa presencia, le removió todo por dentro.

Había pasado una década.

Diez años desde aquella última tarde juntos. Diez años desde que huyó obligada, con una maleta a medio cerrar, un corazón destrozado y una vida creciendo dentro de ella. Sofía.

Ahora la niña tenía nueve años. Era vivaz, curiosa, una mezcla perfecta de todo lo que Camila había amado de Diego. Cada vez que la veía sonreír, era como ver un reflejo del pasado. Una versión pequeña de él, caminando a su lado todos los días sin saberlo.

Pero esa noche... algo cambió.

Eran casi las diez cuando alguien llamó a su puerta. Camila pensó que sería su vecina o algún problema con la cerradura del edificio. Nunca esperó encontrarlo a él.

Diego.

De pie, serio, contenido, con los ojos clavados en ella como si el tiempo no hubiera pasado. Vestía de forma impecable, pero sus ojos no mentían: había dolor, ansiedad, y algo más profundo... necesidad de respuestas.

-¿Podemos hablar? -preguntó, sin rodeos.

Camila lo miró en silencio. Tardó unos segundos en reaccionar. No podía simplemente echarlo, pero tampoco estaba lista para enfrentar lo que venía. Aun así, se hizo a un lado y le abrió paso.

Entró. Miró alrededor. El pequeño departamento era sencillo, cálido, con dibujos infantiles pegados en la pared del pasillo. Uno, con letras torcidas, decía: "Mamá y yo".

Diego se detuvo frente a uno de esos dibujos. Lo contempló unos segundos.

-¿Es de ella? -preguntó sin girarse.

Camila asintió, con la voz atrapada en la garganta.

-Tiene nueve años -murmuró-. Se llama Sofía.

Diego se volvió lentamente, mirándola con una intensidad que la hizo apartar la vista.

-¿Por qué no me lo dijiste?

Camila se sentó al borde del sofá. El nudo en su garganta era tan real como hace diez años, cuando su padre le gritó que si tenía ese bebé arruinaría su vida y la de Diego.

-Me obligaron -dijo al fin, bajando la mirada-. Me obligaron a mentirte. A hacerte creer que había perdido al bebé. Me llevaron lejos. Me amenazaron con destruirte si intentaba decirte la verdad. Tenía dieciocho años, Diego. Estaba sola. Asustada.

Él se pasó una mano por el rostro. Respiraba hondo, como si intentara no romperse.

-Estuve años buscándote. Pensé que te habías ido porque querías. Que me habías olvidado... -Se rió sin humor-. Y resulta que tenías una hija. Mi hija.

Camila sintió cómo se le partía el alma. No había forma fácil de explicarlo. Solo había sobrevivido. Había hecho lo que creyó correcto, lo que le habían obligado a creer que era la única opción.

-Nunca fue por ti -dijo, levantando la vista por fin-. Sofía fue mi vida desde el primer segundo. Todo lo que hice fue por ella. Para protegerla. Para protegerte.

-¿De qué me protegías? ¿De ser padre? ¿De tener una familia?

-¡No! De tu padre. De tu familia. De la mía. Ellos no nos iban a dejar vivir en paz. No lo entendías entonces. Eras joven, impulsivo. Te ibas a estudiar lejos. Si me quedaba, me iban a arrebatar a la niña, Diego. Lo supe desde el primer momento.

Él guardó silencio. Caminó hasta sentarse frente a ella.

-La vi. La escuché. Tiene tus ojos... y mi forma de arquear la ceja cuando se enoja. Lo noté enseguida.

Camila sonrió por primera vez, casi sin querer.

-Sí. Tiene muchas cosas tuyas. Le gusta dibujar, odia las matemáticas, y dice que los domingos son para pizza. Como tú.

Diego bajó la mirada, apretando los labios.

-¿Ella... sabe algo de mí?

-Sabe que su papá no está. Que hubo una historia de amor. Le dije que te fuiste lejos. Nunca le mentí sobre que la amaban. Solo... omití tu nombre.

-Quiero conocerla -dijo, sin rodeos-. No ahora. No de golpe. Pero quiero entrar en su vida. Quiero ganármela. Ser su padre.

Camila sintió que las defensas internas que había levantado durante años se tambaleaban. Tenía miedo, sí. Pero también sabía que tarde o temprano eso iba a ocurrir. Sofía tenía derecho a saber. Diego tenía derecho a estar.

-No sé cómo hacer esto -admitió ella.

-Ni yo. Pero estoy aquí. Y no pienso desaparecer.

Por primera vez en muchos años, Camila no sintió que estaba sola en esa carga.

Diego no era el mismo chico de veinte años. Había madurado. Llevaba el dolor en los hombros, pero también una decisión firme. No se trataba solo de reclamar algo que le pertenecía. Se trataba de reconstruir algo roto, con paciencia y verdad.

Camila asintió lentamente.

-Te la presentaré. Pero poco a poco. Tiene un mundo hecho de cosas pequeñas. No quiero que se derrumbe todo de golpe.

-Lo entiendo -dijo Diego, con suavidad.

Y en ese momento, el pasado no desapareció, pero se acomodó. Ya no era solo una sombra entre ellos, sino la base de una historia nueva que empezaba a escribirse, muy lejos de donde terminó.

            
            

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