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¿Alguna vez has escuchado el refrán de "La curiosidad mató al gato?
Yo crecí escuchándolo repetidas veces de los labios de mi madre, y, aunque con el paso de los años estaba segura de haber comprendido su significado, la vida me demostró, de la peor manera, lo equivocada que estaba.
La tentación se personificó en mi mundo a través de un par de ojos oceánicos; turbios, salvajes y hermosos. Y que como el mismo mar en tiempos tempestuosos, arrastraron consigo calamidad, al igual que despertaron mis más bajos instintos.
Kendrick Colleman era su nombre. El hombre lleno de belleza y sensualidad, aquel que con sus secretos nos arrastró a un mundo oscuro, donde el placer, la perversión y el peligro reinaban.
Ahí estaba yo, siendo el centro de atención, cuando lo que más quería en ese momento era volverme invisible. El aire se me había quedado atascado en los pulmones. Me esforcé por hacer a un lado los recuerdos y me obligué a salir del estado de shock en el que me encontraba para poder continuar con mi número de baile.
No podía darme el lujo de perderme más tiempo en su mirada oscura. Deshice el contacto visual y cambié mi mueca de estupefacción por una sonrisa. Tras una ligera caricia al rostro del hombre que lo acompañaba, me puse de pie, con ese movimiento sensual que tanto había practicado. Dí media vuelta en los enormes tacones y seguí caminando de regreso al escenario.
Las piernas me temblaban y mi corazón latía fuerte y rápido, todavía no lograba disipar el escalofrío que me había causado su presencia. Después de dos largos y tortuosos minutos, la banda dejó de tocar, las luces se apagaron y pude salir corriendo de escena.
Estaba ahí, y esta vez no era producto de mi imaginación. Después de un año de recordar su mirada intensa, su sonrisa perturbante y su delirante presencia, volvía a tener a Kendrick Colleman frente a mí. Era como una señal de la vida, que me estaba ofreciendo una segunda oportunidad para dejar a un lado mis miedos y prejuicios para terminar lo que yo misma había iniciado hace tiempo.