El reloj marcaba las seis de la mañana, y la luz tenue del amanecer apenas comenzaba a bañar las cortinas gruesas de la habitación. Amatista estaba sentada en la silla junto a la cama, sus ojos fijos en Enzo. Él dormía, pero incluso en el sueño, parecía inquieto, atrapado en una lucha interna que ella no alcanzaba a comprender del todo. Había pasad
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