El aire húmedo y pesado impregnaba la pequeña habitación donde Amatista yacía. Sus muñecas estaban atadas con una cuerda áspera que rozaba y lastimaba su piel, mientras que una gruesa cadena sujetaba uno de sus tobillos a una argolla fija en la pared. La oscuridad apenas era interrumpida por la débil luz de una bombilla desnuda que parpadeaba ocasi
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